Conferencia de D. Leonardo POLO
XXV Reuniones filosóficas, Pamplona 1988
Una de las claves de la Antropología reside, a mi modo de ver, en una nota característica del ser humano que llamaré dualidad. Trataré de establecer el alcance de esta noción, y su razón de ser, a partir de dos consideraciones, que enunciaré a continuación:
La primera es que el hombre no es una realidad simple, sino compleja. Tal complejidad se organiza al enfocarla con el criterio de dualidad. Cuerpo y alma, voluntad e inteligencia, interioridad y medio externo, sujeto y objeto, individuo y sociedad… son algunas dimensiones humanas en las que se puede apreciar la dualidad. En ella se basa, por otra parte, la posibilidad de doblez (la hipocresía, el disimulo, el fingimiento). Ciertamente, la doblez presupone la dualidad y sólo así es posible.
Una segunda consideración acerca de la dualidad es que lo más profundo del hombre es la persona, y el ser personal es incompatible con el monismo. Una persona única sería una desgracia absoluta porque estaría condenada a carecer de réplica; por otro lado, una persona no puede tener como réplica más que otra persona. Al atender a la persona humana aparece una doble dualidad. Por un lado, en cada hombre la persona se dobla con su naturaleza, y no siendo la naturaleza la réplica de la persona, la réplica ha de buscarse en otra. Más aún: las dualidades distintas de las que acabo de indicar son justamente de orden natural y se deben entender en sentido ascendente. A su vez, dicha ascensión significa no sólo que las diversas dualidades son de distinto nivel, sino también que, por lo común, uno de los miembros de cada dualidad es superior al otro por lo que no se agota en un respecto mutuo y se abre a una dualidad nueva. Precisamente por esto, la cuestión del uno o de la identidad no se debe plantear de inmediato. El uno es menos prematuro en Metafísica que en Antropología.
I. Con frecuencia la Antropología ha tematizado la dualidad en término de disociación, escisión o dicotomía. Lo cual acaba planteando el problema del uno en forma de la búsqueda de un tercer elemento que haría de puente o mediación. Se pasa así de una antropología del chorismós, a una antropología de la relación.
Aquí no se trata de proponer un dualismo, sino de señalar que lo humano no se agota en una consideración única. Por ello ni la metafísica de la sustancia –del mónon– ni su posible rectificación: la metafísica de la relación, son pertinentes en Antropología. En efecto, disolver la sustancia en relación plantea el problema del «puente», lo cual supone que cada uno de los elementos de la dualidad es uno en sí mismo al margen de su otro, o lleva a fingir un todo equivalente a sus elementos relacionales. No comparto estas interpretaciones del uno, pues el indicado valor ascendente de las dualidades humanas sugiere que la identidad no debe sentarse en el mismo nivel que ellas ni tampoco inmediatamente más arriba que alguna.
Pensar la dualidad no requiere pensar dicotómicamente como, por ejemplo, se usa en el Sofista de Platón, sino de algo más decisivo que, en el plano de la operación, se puede designar ya como coactualidad práxica. Esto es lo que trata Aristóteles en el libro IX de la Metafísica con la coactualidad del pensar y lo pensado, en donde el modelo no es ni sustancialista, ni relacional. Se trata de mucho más: la operación inmanente. A estudiar ésta he dedicado una buena parte de mi última obra publicada: Curso de Teoría del Conocimiento.
No resulta sencillo entender con justeza la dualidad en el hombre, toda vez que se le puede dar una interpretación peyorativa desde el modelo de la unicidad, cuando, en rigor, su sentido es el contrario, como vengo diciendo. Si bien la coactualidad práxica (o del pensar y lo pensado) es ya una indicación bastante neta del sentido de la dualidad, no es ni puede ser la única. Existen otras maneras válidas de apreciar la dualidad; por ejemplo, en la forma de complementariedad, o de resurgimiento o redundancia, es decir, de inagotabilidad; lo cual me parece que está en el núcleo de la interpretación aristotélica de la vida.
Pues bien, un modo que es bastante adecuado para tratar esta característica consiste en advertir que lo estático, nominal y sustantivo, se activa en el caso del hombre en lo dinámico o verbal: el martillo es, en dualidad, el martillear; la lengua, el hablar; la vista, el ver. La Metafísica griega lo advirtió en la pareja de conceptos ente-es; y ya Platón hizo ver que el discurso, el logos, depende de la articulación nombre-verbo.
Como esto se apunta a la actividad como no siendo únicamente un dinamismo, y a lo óntico-estructural como no siendo únicamente óntico –»vita in motu» es la formulación aristotélica correspondiente–. En esta dualidad se observa la dimensión de complementariedad y también la de inagotabilidad. En efecto, las praxis perfectas prosiguen en su término (se tiene lo visto y se sigue viendo). La inagotabilidad se percibe ya en la dualidad de lo nominal y de lo verbal, así como en la prosecución desde el término.
Esta prosecución no es sólo característica de las praxis perfectas, sino que además nos otorga una clave para interpretar la Historia. Lo característico de las objetivaciones culturales –lo que se suele llamar espíritu objetivo– es posibilitar en general, ciertamente una posibilitación factiva. Porque se ha hecho, se puede hacer a partir de lo hecho en tanto que tal: el martillo se proyecta en el martillear y eso es posibilitante de un nuevo utensilio. Este carácter abierto de los objetos culturales constituye el carácter progresivo de la Historia.
Todas estas apreciaciones son correctas, pero no agotan el significado más profundo de la dualidad.
En orden a la Metafísica, el hombre es dual respecto del universo creado. Lo cual no quiere decir que sea increado, ciertamente. Es creado, pero no una parte de lo creado, sino la segunda criatura. Esto ha sido advertido frecuentemente cuando se ha afirmado que, en el hombre, el universo se repite. Es la noción clásica de microcosmos.
Lo decisivo aquí es que tal repetición no es sólo relativa: el hombre no es sólo el otro del universo, sino que tal otro es dual a su vez. Con otras palabras, el hombre coexiste con el universo pero, de acuerdo con su dualidad, «se sale de él» y, a la vez, lo incluye: es dual desde sí. Esto proporciona, por otro lado, el punto de partida para el planteamiento de la persona humana.
Por lo pronto, universo y hombre no son simétricos, sino que la dualidad, en el hombre, tiene el sentido de resurgir y redundar. Esto queda recogido en la expresión aristotélica: «el alma es en cierto modo todas las cosas». Ese «cierto modo» indica la no-confusión con las cosas. El alma es en cierto modo todas las cosas, en dualidad, precisamente porque no hay confusión, unicidad, entre el hombre y las cosas.
Paralelamente, se ha de excluir que el hombre sea tan sólo un resultado del universo, es decir un ente puramente intramundano. En orden a la Metafísica, propongo una ampliación del orden Trascendental, precisamente para superar definitivamente la tentación de «simetrizar» el hombre con el universo.
Ahora bien, no por no ser la réplica del universo, el hombre es una réplica de sí mismo. Esto último tiene una especial importancia, a mi modo de ver. Cuando la filosofía moderna ha advertido que el hombre no es una réplica del universo –y parece claro que así ha ocurrido, al menos en los pensadores del idealismo alemán–, en esa misma medida o bien ha considerado que el hombre es una réplica de sí mismo en la forma de una autoconciencia (Hegel), o bien la simetría del universo se ha introducido en la conciencia. Es la idea de un yo legislador (Kant), cuya contrapartida es el agnosticismo. Así pues, la advertencia de la dualidad con el mundo ha dado lugar, sin embargo, a defectuosas interpretaciones, que es menester evitar.
Por ello conviene insistir en que el hombre es naturaleza intelectual (e hipostática), que dualiza su repetición del universo operativamente: no con copia recibida, sino con una repetición dual. Esto excluye la extrañeza –como si el hombre fuera completamente ajeno al mundo– o la simple yuxtaposición –como si el conocimiento fuera algo yuxtapuesto al mundo y no una operación inmanente–.
Si en la unidad de la operación cognoscitiva sigue vigente la dualidad, lo cual es tesis gnoseológica clásica reiteradamente expuesta por Aristóteles y Tomás de Aquino, resulta además que la operación no sigue meramente a la facultad, como acto ejercido, sino que tiene para ella el valor de insistencia y refuerzo. En virtud de ello, lo inagotable no es sólo el infinito proseguir de la dualidad del objeto poseído y la operación –tesis de la infinita operatividad intelectual–, sino la facultad en cuanto reforzada de un modo habitual por la operación ejercida. La operación se dualiza con el hábito y de esa manera refuerza la facultad. La objetivación prosigue en tanto que operación posesiva, pero también redunda en su principio. La noción de hábito es la clave de la comprensión de las facultades humanas en la antropología clásica. Si los hábitos no se tienen en cuenta, se debilita decisivamente el concepto de naturaleza humana. El hábito transciende la idea de principio fijo, porque implica el refuerzo incesante del principio. En rigor, esto es lo más alejado del fijismo con el que algunas veces se ha acusado injustamente a la inspiración clásica, contraponiéndola a un supuesto mejor tratamiento del valor dinámico del principio en la filosofía moderna.
De acuerdo con lo dicho, el hábito sirve para descalificar algunos usos modernos de la noción de conciencia. La idea de reflexión de la conciencia resulta insuficiente para establecer la dualidad respecto del universo, puesto que, a diferencia del hábito, no cancela la simetría con el universo sino que, más bien, induce a aceptarla. Se trata de un punto crucial, porque lastra la antropología moderna. Aunque sea de un modo sumario, anticipo que el lastre consiste en la interpretación genética de la reflexión de la conciencia, por confusión o no reconocimiento de la distinción de la conciencia como operación y la conciencia como hábito.
En realidad, la conciencia se debe entender de dos modos: conciencia coactual (la cual es una operación mental) y conciencia concomitante o habitual. Esta segunda es la más propiamente dual, y puede ser designada con la expresión «pienso que pienso algo». En este sentido, la conciencia acompaña a la operación, pero de modo no originario ni constituyente. El primer «pienso» de la fórmula que acabo de mencionar, no es constitutivo ni productivo del «pienso algo». Este acompañar es dual en cuanto presupone otro sentido de la conciencia, que es el operativo. Si no se admite el carácter habitual del primer «pienso», entonces aparece la conciencia trascendental «a priori»: una conciencia constituyente, productiva de objetos, que hace las veces, confundiéndolos, del hábito y de la prioridad ontológica de la facultad, sólo que interpretándola de un modo genético-fundamental, esto es, cósmico. Es una simetría del hombre con el universo, y en el fondo, una interpretación fisicalista de la conciencia.
La conciencia presupuesta por la concomitancia es la operación que posee objetos. En este sentido conciencia significa haber objeto; es la operación que permite hablar precisamente de objeto sin mengua de la dualidad, pues el objeto no se confunde con la operación que lo posee, y, sin embargo, lo hay. ¿Que quiere decir haber? Haber significa la posesión operativa suficiente del objeto, el cual es dado –lo hay– en presencia. Según esto, la operación intelectual se confiere como aprioridad, pero no constituyente o causal. Ciertamente, es éste un peculiar sentido de la aprioridad propio de la operación intelectual, que la distingue suficientemente del sentido físico de la aprioridad, con el cual no debe en modo alguno confundirse. En el mundo físico, una causa comparece en lo que de ella depende constituyéndolo como efecto, y así decimos que es su aprioridad o prius constituyente. A su vez, la relación entre la causa y el efecto puede ser entendida según el modelo de acción productiva. En cambio, el objeto pensado de ningún modo puede ser asimilado a la noción de efecto, pues aunque sea imposible pensar sin algo pensado, el pensar no comparece en lo pensado. En caso contrario, lo pensado no sería intencional y el alma no sería en cierto modo todas las cosas. Por consiguiente, haber es la operación intelectual que destaca el objeto, en la misma medida en que ella no se destaca como objeto, antes bien se oculta. Justamente por ello el objeto es intencional. La dualidad de la operación y el objeto adquiere así este sorprendente aspecto: la operación destaca el objeto, el cual lo hay como intentio, y, en esa misma medida, la operación se oculta, porque no forma parte de él o porque no es constituyente.
Así se justifica, en mi opinión, que la filosofía clásica haya tomado tantas veces la luz como un modelo ajustado para comprender el intelecto. Lo operativo de la luz consiste en su no-reflexividad: ella nunca es vista, pero es lo que permite ver porque presenta el objeto. El hábito es el desocultamiento de la luz operativa desde su foco.
La conciencia coactual, es decir, la conciencia como operación, ha sido interpretada por la filosofía moderna en términos de explicación del objeto. Así interpretada, la conciencia coactual puede ser designada con la expresión: «pienso lo que pienso como lo pienso (como tal), porque lo pienso». Esta es la acepción kantiana de la conciencia, de acuerdo con el aserto: las condiciones de posibilidad del objeto son sus condiciones de pensabilidad. Pero ni aun así la conciencia se interpreta correctamente como una operación, pues, en Kant, más que poseer el objeto, la conciencia lo abarca de un modo general, esto es, como una generalidad. La relación con las categorías viene a ser así semejante a la que guarda una unidad general con unas funciones determinantes menos generales que se deducen de ella. Como es sabido, las categorías se desprenden, según análisis, de la unidad de la conciencia.
Ahora bien, frente a esta relación conciencia-objeto, entendida como síntesis espontánea en general, conviene recordar que el genuino sentido de la dualidad operación-objeto, pensar-pensado, exige que no haya más objeto que operación, ni más operación que objeto. Pues en el primer caso el objeto se da de suyo, y en el segundo la operación se frusta al menos en parte. Este ajuste, que llamo conmensuración, está ausente en Kant. Paralelamente, al perder la conmensuración del pensar, la conciencia cumple, por simetría, las veces del universo: es constitutiva de lo pensado en forma de principiación o fundamentación. En cambio, la operación no es fundamento del objeto, ni se analiza en él. Siguiendo la sugerencia de autoconstitución –es decir, de identidad–, ante la que Kant retrocede, pues la Deducción Trascendental, por su valor analítico, no permite tal proyecto, Hegel procede mediante la progresividad de la razón dialéctica hacia la identidad del sujeto y el objeto.
La interpretación de la conciencia como principio fundante es lo que algunos llaman principio de inmanencia. El equívoco de esta denominación radica en que al perderse la conmensuración, es decir el ajuste operación–objeto, no puede hablarse propiamente de operación inmanente. Más bien, según el principio de conciencia, el sujeto es simétrico respecto del universo, o lo que es igual, ejerce la función de fundar. Si esta fundamentación no se conduce hasta la identidad, la conciencia es la física (es el caso de Kant), y si se conduce, es la metafísica (es el caso de Hegel). En resumen, el giro copernicano, el principio de inmanencia, representa una sustitución simétrica del universo por la conciencia.
Anteriormente he sostenido que la filosofía moderna advirtió que el hombre no era una réplica del universo. Como acertadamente han puesto de manifiesto algunos estudiosos de la Modernidad, y más en concreto, del pensamiento kantiano, esta advertencia, que es de entrada correcta, desembocó en la antropomorfización de la naturaleza. Aquí se ha denominado a esta maniobra, del siguiente modo: introducir la simetría en la conciencia. A su vez, este modo de proceder puede ser puesto o no al servicio de un proyecto de autoconstrucción de la identidad. Poco importa la diferencia, pues la falsa salida a una dualidad que es aceptada como escisión, es decir, como dicotomía, conduce inevitablemente a este otro punto: el naturalismo del anthropos.
¿No será mejor demorarse un poco más en el tema de la dualidad, y no apresurarse a establecer rápidamente un dualismo desde el que acceder a una identidad, que es por fuerza confusa? La simetrización moderna entraña obviamente dualidad; sin embargo, en su tematización por parte de los modernos se compromete lo característico de la dualidad humana, pues, como resulta patente, con el cambio de asignación de la principialidad –del universo a la conciencia– no se gana nada en términos antropológicos. La aspiración a ser como el universo, o a hacer ser al universo, despoja al hombre de su dignidad, de su superioridad respecto de él, y reduce la condición humana a pura pugna sin solución con la realidad. Algunas consecuencias de esto nos ha tocado vivirlas en nuestra situación presente.
II. La segunda consideración acerca de la dualidad que quería desarrollar, es que el hombre es una realidad personal.
De las anteriores observaciones quisiera insistir en esa sugerencia que se encuentra en la filosofía moderna: advertida la dualidad en el hombre y tematizada ésta en forma radical, pero como escisión, sólo queda trascenderla en términos de identidad, formulando a partir de ahí la noción de Absoluto.
Lo cortés no quita lo valiente, dice un proverbio español: una vez advertido el atractivo de dicha sugerencia, no cabe más remedio que proceder a desmontar el resto del proceso: dualidad no es lo mismo que dualismo o escisión; (falta, por tanto, una correcta comprensión del sentido de la dualidad en el hombre); la escisión conciencia–universo se tematiza apresuradamente como la definitiva y se resuelve mal, dando lugar a un proceso de simetrización de la conciencia en el que se termina por confundir el fundamento y la identidad. Al final parece como si sólo Spinoza hubiera salido vencedor: naturalismo del anthropos. De acuerdo con ideas reiteradamente expuestas por el Prof. Spaeman –aunque con otras palabras–, al perderse el correcto sentido de la dualidad, y pasar al dualismo, los extremos resultantes se dialectizan y acaban generando su contrario: del antropomorfismo de la naturaleza al naturalismo del anthropos.
Pues bien, ¿y si existiera una dualidad última en el hombre, y pudiéramos además tematizarla en su verdadero carácter de dualidad? Si sucediera así, podríamos trascender al hombre en términos de identidad y formular así la noción de Absoluto desde la Antropología.
Ciertamente que cabe llegar al Absoluto desde la consideración metafísica del universo, pero también cabe hacerlo desde la Antropología. En este último caso la dualidad juega como un hilo conductor que prohíbe la determinación del Absoluto a partir de las dualidades que no sean la más radical. Si es cierto que se puede apreciar la dualidad en el hombre en distintos niveles, será ilegítima la absolutización en términos de identidad desde cualquiera que no sea la radical.
¿Cual es esta dualidad radical, aquella que no es superada por otra y que, a su vez, abre todas las demás? La tesis que aquí se mantiene es que dicha dualidad es la que Tomás de Aquino expresó con la distinción real essentia-esse. Así mismo, sostengo que esta dualidad alcanza una mayor nitidez en el hombre que en cualquier otra criatura; y, finalmente, que, como segunda criatura, tanto la esencia como el esse humanos son superiores a la esencia y al esse del universo físico. Nótese que sin lo físico no cabe ascender a lo metafísico. Pero el hombre no es físico sino dual en orden a ello.
Por consiguiente, en Antropología las dos formulaciones filosóficas del Absoluto –la griega, como Ente, y la moderna, como Causa sui– son formulaciones apresuradas y por ello incorrectas, puesto que parten de dualidades que no son radicales: el ente es la identidad correspondiente a la coactualidad, y la causa sui la correspondiente a la absolutización de la simetría. Ahora bien, la noción de hábito va más allá tanto de la coactualidad, como de la autoconstitución, y además se dualiza con la libertad. En esta dualidad se insinúa ya lo que he llamado ampliación del orden trascendental. En efecto, cuando se afirma que el hábito es una segunda naturaleza se está indicando que la redundancia operativa alcanza un nivel más alto, por encima de la coactualidad de la operación inmanente, la cual, en definitiva, no transciende el plano del objeto, por lo que el hábito descalifica la pretensión de expresar la identidad en relación a dicho plano. El hábito se describe también como disposición estable. Entre las resonancias semánticas de esta definición, destacaré dos: como disposición, el hábito es un acto mantenido y, por tanto, distinto de la actualización operativa de la facultad, la cual puede ser intermitente sin mengua de la estabilidad del hábito. Por otra parte, la disposición como hábito es la disposición de la facultad para la libertad. Por ello mismo, el hábito no aporta tan sólo un mayor rendimiento operativo (más bien se ha de decir que el hábito no se actualiza por entero según la operación consiguiente), sino un destino libre para la facultad. Sólo la disposición habitual hace a la facultad susceptible de libertad. La posesión libre, o según la disposición, de la facultad es la libre disposición, esto es, la modalidad dispositiva de la libertad, su decisiva entrada en escena en el ámbito de la naturaleza humana. En tanto que se dualiza con la libertad, la perfección habitual refuerza el principio entendido como facultad, y a la vez destaca el dominio de la libertad sobre el principio.
Siendo característica del hombre la dualidad, la distinción real tiene que darse en él de manera mucho más radical y neta que en cualquier otra criatura. Para comprender antropológicamente la dualidad radical en el hombre, conviene advertir primero en qué sentido hablamos de esencia humana. A la consideración de dicha esencia se llega cuando a la naturaleza se le añaden los hábitos, que constituyen su perfección más elevada. La esencia del hombre es, pues, la consideración de la naturaleza respecto de su perfección natural característica, la cual es el hábito.
Claro está que, al no ser la naturaleza física capaz de hábitos, no puede llamarse esencia en el mismo sentido que la humana. La perfección peculiar de lo físico es predicamental y se denomina causa final. Esta sucinta observación es suficiente para excluir la simetría en lo que toca a la esencia y, por consiguiente, la interpretación del Absoluto como Causa sui, que es la expresión de la simetrización esencial.
Por su parte, el acto de ser creatural del universo físico tampoco se confunde con el acto de ser humano, ya que éste es dual con el disponer habitual y aquél no lo es. El acto de ser del universo no es libre. De acuerdo con esto, la noción de ente tiene valor metafísico y ha de investigarse en tal disciplina filosófica.
Así pues, por más que el hábito sea la perfección natural culminante, no es en términos absolutos la perfección superior del hombre. Es cierto que la virtud es lo más elevado que se pueda tener en el orden de la esencia. Pero en el hombre, tener es dual respecto del ser, que es personal –don creado–. Por eso en el hombre tener es un disponer que no se consuma en sí. La esencia del hombre es, en dualidad con su ser–libre–donal, disponer en orden a una destinación, a un otorgamiento.
El don creado, que es la persona, apela a su aceptación radical es decir, por su creador, y ésta es la estructura última de la coexistencia. Si el hombre no vehicula su esencia –su naturaleza perfeccionada de modo habitual– a través de la donación, a la espera de una aceptación que sea su auténtica réplica personal, se frustra su libertad. Desde aquí, el reconocimiento hegeliano en forma de autoconciencia y búsqueda de la identidad resulta casi trivial. Todo lo que el hombre puede en términos de esencia –todo su dinamismo natural perfeccionado habitualmente–, en suma, todo su disponer, adopta la forma de un donar cuya aceptación determina su valor definitivo. Debe ser claro que aceptar no es menos que dar y que es superior cuando el que acepta es el creador del ser personal que da. Por lo tanto, no debe extrañar que la aceptación divina del hombre revista la forma de un juicio. De ese juicio depende el hombre entero, pues la iniciativa donante primordial arranca de Dios y al hombre corresponde devolvérsela de acuerdo con el resurgir inagotable que es la intimidad de su persona.
Paralelamente, renunciar a ser juzgado equivale a quedar sumido en la perplejidad, renunciar a saber quien soy y a conocer el valor, alcance y sentido último del obrar. Por eso la persona única sería una pura tragedia: carecer de aceptación sería amputar su donación, esto es, carecer de réplica y no serlo.
Así pues, el hombre no es libre de un modo primario en cuanto que posee libertad, sino en cuanto que posee libremente; esto es, en cuanto que es capaz de asumir en forma de destinación y otorgamiento su esencia. La libertad –el esse del hombre– es la condición trascendental de la esencia humana. La libertad humana es así lo más hondo de la dualidad creada. Como tal, se distingue trascendentalmente del ser del fundamento, que es principio sin libertad. La libertad humana no es un principio, sino el dominio sobre principios. Más allá de la simetría con el universo, la libertad humana, el esse del hombre, es trascendental.
Al comenzar esta exposición sostuve que la persona humana es incompatible con el monismo y que la persona no puede tener como réplica más que otra persona. Al llegar al término de la misma, vemos que el modelo radical de la coexistencia, en virtud de la idiosincrasia del esse humano, no es el simple reconocimiento, sino este otro: disponer –donar o destinar– ser aceptado en réplica.
Obtenemos así las siguientes claves de la coexistencia humana:
a) El hombre coexiste con el Absoluto en la forma de una búsqueda de aceptación personal. Es la forma suprema de reconocimiento: la ratificación del esse humano, libertad creada, por Quien es capaz de refrendar en lo más alto el donar humano que el hombre ha de refrendar. Pues si el hombre es capaz de sacar diez talentos de uno, Dios saca de esos diez un valor infinito al aceptarlos y lo otorga.
b) El hombre coexiste con el alter, precisamente por su mutua condición personal, en la forma de un perfeccionamiento común de la esencia humana y, en la Historia, en la forma de satisfacción de las necesidades propias y ajenas. Aunque la naturaleza humana es radicalmente hipostática en cada hombre, puede y debe ser perfeccionada en común.
c) En conexión con esta segunda dimensión de la coexistencia, aparece otra, cuyo sentido es en cierto modo más impropio pero no independiente: coexistir con el universo. En algún lugar he denominado al hombre como el perfeccionador que se perfecciona. Es perfeccionador del universo en dualidad. Este es el ámbito de la práxis técnico-productiva. Y es perfeccionante de sí también en dualidad, en coexistencia con sus semejantes: ámbito de la práxis ética.
La vinculación de estas dimensiones de la coexistencia es neta: el perfeccionamiento del universo se endereza al perfeccionamiento social de la esencia humana. Ahora bien, el sentido último y el valor definitivo de todas las posibilidades humanas sólo se desvela en la estructura última de la coexistencia humana, en la cual la persona invoca su aceptación radical, más allá del tener y del hacer, y se da, se destina en su ser. La intimidad libre de la dación ha de ser más radical que la inmanencia del tener e incluso que la inmanencia de la virtud. La intimidad es lo que define estrictamente la persona: ser capaz de dar, de aportar, como la única manera de refrendar el tener y el ser.