Las consideraciones que siguen se salen del curso de las primeras páginas de este capítulo primero, pero me parecen convenientes para ayudar a su comprensión. Están inspiradas en las páginas 159-160 (de la primera edición) de esta misma obra.

La virtud de la evidencia, su poder fascinador, consiste en que destaca de modo claro e indubitable lo evidente, el objeto. Pero ese destacar es un dividir, un resaltar lo claro sobre lo obscuro, lo blanco sobre lo negro, que divide la capacidad intelectual humana. La evidencia lleva consigo indefectiblemente un lado oculto sobre el que se destaca lo manifiesto. Eso nos indica que carece de plenitud inteligible, o, lo que es igual, que lo evidente no satura la inteligencia: no se trata, como creía Kant, de que carezcamos de contenido para la evidencia intelectual, sino de que no existe evidencia de evidencia, de que la evidencia siempre lo es del objeto, no de sí. La evidencia fragmenta, pues, la actividad intelectual, en dos: lo evidente (tematizado objetivamente) y un residuo extratemático, al que cabe denominar la actitud.

La actitud es el precipitado viviente de la carencia de plenitud del conocimiento evidente, es lo menoscabado de la capacidad intelectual, su merma, un remanente intelectual irreductible a la evidencia: un obscuro estar frente al estar presente del objeto. Ese obscuro estar es la subjetivación del pensar. El llamado «sujeto» cognoscitivo no tiene otra entidad que la de un resto por conocer, opaco a la presencia mental, que afecta intrínsecamente a la evidencia porque él es inevidente, o sea, porque es aquello que siempre falta por ver cuando uno se atiene al objeto. De modo que, aunque la evidencia es un asentamiento, su asentarse no queda nunca satisfecho, pues va acompañada de un inseparable «estar entendiendo» que, en cuanto obscuro, suspende el «estar siendo entendida» de la evidencia (es decir, la ilusoria identidad de la idea), y lo reduce a un estar siendo entendido de lo evidente. El estar entendiendo no queda incluido en el estar siendo entendido del objeto.

Lo llamado por los modernos «sujeto» carece de realidad positiva, es una falta de actividad iluminante en lo pensado por la que lo pensado, en cuanto que tal, no piensa. La evidencia es un hacer presente algo, pero en el que el propio hacer presente no se presenta, sino que, como el foco de luz, permanece en la obscuridad desde lo iluminado. Los modernos positivan esa obscuridad pensándola como un objeto obscuro, dándole entidad de objeto ignorado, pero el sujeto no existe, lo que existe es el núcleo del saber, es decir, un saber más allá de toda presencia, un saber no presentificante, que posee el futuro sin desfuturizarlo, o sea, sin anticiparlo. La presentación anticipa lo sabido y así divide en dos el saber: el saber anticipado, y el que no se anticipa (saber como prosecución), pero que desde la anticipación se percibe sólo como un previo no saber. Ahora bien, esa división no es una división necesaria y real, sino condicionada e introducida por la anticipación. La realidad del sujeto es fingida por la mente: el sujeto no es más que actitud, una previa e inconsiderada disposición a pensar que todo debe comparecer, como acontece al objeto, y, por tanto, que lo que no comparece en presencia es un objeto oculto. De este modo, se confunde la realidad con el objeto y se divide la realidad entre objetos presentes y objeto oculto.

La ficción del sujeto en la modernidad admite grados. Por ejemplo, la postura de Kant no puede ser equiparada directamente con la actitud, sino que debe ser entendida como una actitud: la de atenerse a la evidencia formal, en correspondencia con la irrealidad del sujeto como unidad aperceptiva. Para Kant, el sujeto real no es el ich denke, sino el ich will, de manera que, admitida la irrealidad del sujeto pensante, lo que da cuerpo real a la actitud es la voluntad, pero separada de la evidencia intelectual. Más radical, en cambio, fue el esfuerzo de Hegel, quien quiso reconducir la actitud a la evidencia. Hegel se dio cuenta de que la actitud (o el sujeto) suspendía la evidencia, de manera que centró su atención en intentar llevar el resto o remanente subjetivo a la evidencia, sacar a la luz lo obscuro, por entender que el sujeto es la fuerza constitutiva de la evidencia, o sea, que lo que permanece oculto, aun siendo opuesto a la evidencia, es capaz de vencer esa oposición y mostrarse como la verdadera identidad noumenal de la evidencia. Dicho de otro modo, la dialéctica hegeliana es el intento de incluir íntegramente la actividad intelectual en el orden temático, de modo que resulte suprimida la residualidad subjetiva, pero no por desaparición del sujeto, sino completando con él lo que le falta a la evidencia (su acabamiento). El plan es identificar el estar siendo entendido con el estar entendiendo mediante la reflexión: volver (mediante la negación) el estar siendo entendido tan hacia sí mismo que al final aparezca en él el estar entendiendo. La idea absoluta es proyectada como la plena identidad o coactualidad sujeto-evidencia, la superación de la suspensión (que introduce el sujeto) como tal, lograda después de agotar su separación.

El intento hegeliano es irrealizable, pues en tanto se mantenga la evidencia (o presencia) como meta del saber siempre estará concomitada por la actitud o quiebra del saber. Hegel cree que puede escamotear esta intrínseca vinculación entre evidencia y actitud, quitándole a la evidencia su inerte positividad  y substituyéndola por el entender, pero al final siempre prevalece el estar siendo entendida de la evidencia sobre el entender. Más en concreto, Hegel piensa que superando la positividad (empirista) de la evidencia conciliará sujeto y evidencia, pero la susodicha positividad no es el obstáculo mayor a vencer. Lo que se resiste al programa hegeliano es que más allá de la positividad de la evidencia hay en la actitud un fondo inalterable, a saber: la perplejidad, un anticipado no saber. A Hegel se le presenta la perplejidad cuando reaparece el yo-sujeto de la conciencia como distinto del yo-pensado objetivamente, y por mucho que él intente evitarlo, lo cierto es que mientras se mantenga la pretensión de alcanzar al sujeto en el plano del objeto, siempre reaparecerá un resto obscuro: en la tozudez de ese reaparecer radica justamente la insalvable perplejidad, que es el fondo obscuro de la subjetividad.

Más intenso, todavía, es el intento heideggeriano de hacer metafísica[1]. Heidegger pretende que la perplejidad deje de ser aquel fondo de la actitud que ni ingresa en el orden temático ni permite otorgar sentido al ser. El fallo del idealismo radica en su pertinaz asimiento a la evidencia, que le hace encallar en una perplejidad incontrolable. Para evitarlo, Heidegger renuncia abiertamente a la evidencia como meta ideal del conocimiento, y pone su punto de partida en la propia perplejidad, que de este modo parece no podrá reaparecer de nuevo junto al buscado sentido del ser. El plan de Heidegger es no dejar que la perplejidad precipite en retención del saber, sino que libere su sentido en la pregunta fundamental. Para ello distingue entre aquello a lo que se pregunta (que no es la perplejidad), y aquello de lo que se pregunta. Si la perplejidad fuera aquello a lo que se pregunta, se daría cuerpo a la dimensión estática del preguntar, y quedaría detenida su fecundidad heurística, pero si es aquello de lo que se pregunta, entonces no se atribuye en propiedad a lo ya constituido como tema (sentido del ser), sino que adquiere valor dinámico de arranque[2]. Heidegger pretende ver a través de la perplejidad el sentido del ser; pretende asomarse al sentido del ser haciendo coincidir la actitud con la intensidad de la atención.

Pero aunque se renuncie a la evidencia, si uno pretende averiguar el sentido del ser a través de la pregunta última o de la perplejidad asumida, lo cierto es que ya ha supuesto el sentido del ser, más aún ha supuesto la perplejidad (o la pregunta última) y ha arbitrado un sentido para ella. Ahora bien, partir de la perplejidad es suponerla, anticiparla, de manera que, aunque hacer experiencia del ser no pretenda ser cuestión de evidencia, partir de la perplejidad sigue alimentando la actitud en la forma de no-evidencia. Deshacerse de la actitud moderna aceptando la no-evidencia, es instalarse en la subjetividad, es por tanto no haber abandonado la presencia mental, pues el sujeto se nutre de ella.

Heidegger se ha acercado como nadie al fondo de la cuestión, pero no ha dejado de suponer. Heidegger se ha instalado en el límite mental, pero no lo ha abandonado, por eso no ha disipado la perplejidad, ni la subjetividad, ni el fondo último de la actitud moderna. Partir de la perplejidad no es salirse de la actitud moderna, para ello es preciso disolver aquélla. Queriendo superar el idealismo moderno, Heidegger comparte con él el ideal del autoconocimiento. El ser del que habla Heidegger es el ser del pensar.

Ignacio Falgueras Salinas

[1] Cfr. AS, 187.
LA DIVISIÓN DE LA ACTIVIDAD INTELECTUAL POR LA EVIDENCIA

Las consideraciones que siguen se salen del curso de las primeras páginas de este capítulo primero, pero me parecen convenientes para ayudar a su comprensión. Están inspiradas en las páginas 159-160 (de la primera edición) de esta misma obra.

La virtud de la evidencia, su poder fascinador, consiste en que destaca de modo claro e indubitable lo evidente, el objeto. Pero ese destacar es un dividir, un resaltar lo claro sobre lo obscuro, lo blanco sobre lo negro, que divide la capacidad intelectual humana. La evidencia lleva consigo indefectiblemente un lado oculto sobre el que se destaca lo manifiesto. Eso nos indica que carece de plenitud inteligible, o, lo que es igual, que lo evidente no satura la inteligencia: no se trata, como creía Kant, de que carezcamos de contenido para la evidencia intelectual, sino de que no existe evidencia de evidencia, de que la evidencia siempre lo es del objeto, no de sí. La evidencia fragmenta, pues, la actividad intelectual, en dos: lo evidente (tematizado objetivamente) y un residuo extratemático, al que cabe denominar la actitud.

La actitud es el precipitado viviente de la carencia de plenitud del conocimiento evidente, es lo menoscabado de la capacidad intelectual, su merma, un remanente intelectual irreductible a la evidencia: un obscuro estar frente al estar presente del objeto. Ese obscuro estar es la subjetivación del pensar. El llamado «sujeto» cognoscitivo no tiene otra entidad que la de un resto por conocer, opaco a la presencia mental, que afecta intrínsecamente a la evidencia porque él es inevidente, o sea, porque es aquello que siempre falta por ver cuando uno se atiene al objeto. De modo que, aunque la evidencia es un asentamiento, su asentarse no queda nunca satisfecho, pues va acompañada de un inseparable «estar entendiendo» que, en cuanto obscuro, suspende el «estar siendo entendida» de la evidencia (es decir, la ilusoria identidad de la idea), y lo reduce a un estar siendo entendido de lo evidente. El estar entendiendo no queda incluido en el estar siendo entendido del objeto.

Lo llamado por los modernos «sujeto» carece de realidad positiva, es una falta de actividad iluminante en lo pensado por la que lo pensado, en cuanto que tal, no piensa. La evidencia es un hacer presente algo, pero en el que el propio hacer presente no se presenta, sino que, como el foco de luz, permanece en la obscuridad desde lo iluminado. Los modernos positivan esa obscuridad pensándola como un objeto obscuro, dándole entidad de objeto ignorado, pero el sujeto no existe, lo que existe es el núcleo del saber, es decir, un saber más allá de toda presencia, un saber no presentificante, que posee el futuro sin desfuturizarlo, o sea, sin anticiparlo. La presentación anticipa lo sabido y así divide en dos el saber: el saber anticipado, y el que no se anticipa (saber como prosecución), pero que desde la anticipación se percibe sólo como un previo no saber. Ahora bien, esa división no es una división necesaria y real, sino condicionada e introducida por la anticipación. La realidad del sujeto es fingida por la mente: el sujeto no es más que actitud, una previa e inconsiderada disposición a pensar que todo debe comparecer, como acontece al objeto, y, por tanto, que lo que no comparece en presencia es un objeto oculto. De este modo, se confunde la realidad con el objeto y se divide la realidad entre objetos presentes y objeto oculto.

La ficción del sujeto en la modernidad admite grados. Por ejemplo, la postura de Kant no puede ser equiparada directamente con la actitud, sino que debe ser entendida como una actitud: la de atenerse a la evidencia formal, en correspondencia con la irrealidad del sujeto como unidad aperceptiva. Para Kant, el sujeto real no es el ich denke, sino el ich will, de manera que, admitida la irrealidad del sujeto pensante, lo que da cuerpo real a la actitud es la voluntad, pero separada de la evidencia intelectual. Más radical, en cambio, fue el esfuerzo de Hegel, quien quiso reconducir la actitud a la evidencia. Hegel se dio cuenta de que la actitud (o el sujeto) suspendía la evidencia, de manera que centró su atención en intentar llevar el resto o remanente subjetivo a la evidencia, sacar a la luz lo obscuro, por entender que el sujeto es la fuerza constitutiva de la evidencia, o sea, que lo que permanece oculto, aun siendo opuesto a la evidencia, es capaz de vencer esa oposición y mostrarse como la verdadera identidad noumenal de la evidencia. Dicho de otro modo, la dialéctica hegeliana es el intento de incluir íntegramente la actividad intelectual en el orden temático, de modo que resulte suprimida la residualidad subjetiva, pero no por desaparición del sujeto, sino completando con él lo que le falta a la evidencia (su acabamiento). El plan es identificar el estar siendo entendido con el estar entendiendo mediante la reflexión: volver (mediante la negación) el estar siendo entendido tan hacia sí mismo que al final aparezca en él el estar entendiendo. La idea absoluta es proyectada como la plena identidad o coactualidad sujeto-evidencia, la superación de la suspensión (que introduce el sujeto) como tal, lograda después de agotar su separación.

El intento hegeliano es irrealizable, pues en tanto se mantenga la evidencia (o presencia) como meta del saber siempre estará concomitada por la actitud o quiebra del saber. Hegel cree que puede escamotear esta intrínseca vinculación entre evidencia y actitud, quitándole a la evidencia su inerte positividad  y substituyéndola por el entender, pero al final siempre prevalece el estar siendo entendida de la evidencia sobre el entender. Más en concreto, Hegel piensa que superando la positividad (empirista) de la evidencia conciliará sujeto y evidencia, pero la susodicha positividad no es el obstáculo mayor a vencer. Lo que se resiste al programa hegeliano es que más allá de la positividad de la evidencia hay en la actitud un fondo inalterable, a saber: la perplejidad, un anticipado no saber. A Hegel se le presenta la perplejidad cuando reaparece el yo-sujeto de la conciencia como distinto del yo-pensado objetivamente, y por mucho que él intente evitarlo, lo cierto es que mientras se mantenga la pretensión de alcanzar al sujeto en el plano del objeto, siempre reaparecerá un resto obscuro: en la tozudez de ese reaparecer radica justamente la insalvable perplejidad, que es el fondo obscuro de la subjetividad.

Más intenso, todavía, es el intento heideggeriano de hacer metafísica[1].Heidegger pretende que la perplejidad deje de ser aquel fondo de la actitudque ni ingresa en el orden temático ni permite otorgar sentido al ser. Elfallo del idealismo radica en su pertinaz asimiento a la evidencia, que lehace encallar en una perplejidad incontrolable. Para evitarlo, Heideggerrenuncia abiertamente a la evidencia como meta ideal del conocimiento, y ponesu punto de partida en la propia perplejidad, que de este modo parece no podráreaparecer de nuevo junto al buscado sentido del ser. El plan de Heidegger esno dejar que la perplejidad precipite en retención del saber, sino que liberesu sentido en la pregunta fundamental. Para ello distingue entre aquello a loque se pregunta (que no es la perplejidad), y aquello de lo que se pregunta.Si la perplejidad fuera aquello a lo que se pregunta, se daría cuerpo a ladimensión estática del preguntar, y quedaría detenida su fecundidadheurística, pero si es aquello de lo que se pregunta, entonces no se atribuyeen propiedad a lo ya constituido como tema (sentido del ser), sino queadquiere valor dinámico de arranque [2]. Heidegger pretende ver a través de la perplejidad el sentido del ser; pretende asomarse al sentido del ser haciendo coincidir la actitud con la intensidad de la atención.

Pero aunque se renuncie a la evidencia, si uno pretende averiguar el sentido del ser a través de la pregunta última o de la perplejidad asumida, lo cierto es que ya ha supuesto el sentido del ser, más aún ha supuesto la perplejidad (o la pregunta última) y ha arbitrado un sentido para ella. Ahora bien, partir de la perplejidad es suponerla, anticiparla, de manera que, aunque hacer experiencia del ser no pretenda ser cuestión de evidencia, partir de la perplejidad sigue alimentando la actitud en la forma de no-evidencia. Deshacerse de la actitud moderna aceptando la no-evidencia, es instalarse en la subjetividad, es por tanto no haber abandonado la presencia mental, pues el sujeto se nutre de ella.

Heidegger se ha acercado como nadie al fondo de la cuestión, pero no ha dejado de suponer. Heidegger se ha instalado en el límite mental, pero no lo ha abandonado, por eso no ha disipado la perplejidad, ni la subjetividad, ni el fondo último de la actitud moderna. Partir de la perplejidad no es salirse de la actitud moderna, para ello es preciso disolver aquélla. Queriendo superar el idealismo moderno, Heidegger comparte con él el ideal del autoconocimiento. El ser del que habla Heidegger es el ser del pensar.

Ignacio Falgueras Salinas

[1] Cfr. AS, 187.
[2] AS, 190. En cuanto que la pregunta es una forma de negación, LP no admite esta distinción heideggeriana: no es posible negar a, sino negar de (Cfr. AS, 93 ss.)

Menú