LA CAPITULACIÓN FILOSÓFICA ANTE LA PERPLEJIDAD Y LA SUPERACIÓN POLIANA

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EL SER COMO IDENTIDAD EN HEGEL 4
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LA DIVISIÓN DE LA ACTIVIDAD INTELECTUAL POR LA EVIDENCIA

Juan Fernando Sellés

Introducción

Llamamos de ordinario perplejidad al estado de ánimo que padece la inteligencia cuando ha intentado solucionar un problema y no ha encontrado salida. En una sociedad problematizada como la nuestra, es fácil percatarse de que la perplejidad está bastante extendida. Además, contamos con débiles propuestas de solución.

Leonardo Polo asume el significado ordinario de perplejidad, pero añade al problema el examen de sus raíces noéticas y las consecuencias de su aceptación, prolongando su estudio en las diversas disciplinas filosóficas. Se puede iniciar este trabajo señalando que para Polo la perplejidad es el fruto al que aboca el intento filosófico consistente en pretender que un nivel de conocimiento o instancia cognoscitiva humana se conozca a sí misma y, en consecuencia, que dé razón de sí. Como se puede advertir, éste es el problema de la llamada, por parte de algunos conocedores de la filosofía medieval, reflexio o dimensión reflexiva del conocimiento humano (postulada a cualquier nivel), tesis –según Polo– no sólo errónea en teoría del conocimiento humano [1], sino también inadmisible para explicar el divino [2]. Contra pocos errores Polo se ha empleado tan a fondo como para desenmascarar la reflexividad, precisamente porque supone la reposición de la perplejidad, y ello desde una filosofía pretendidamente realista.

Es pertinente indicar que pretender la reflexión es imposible. En efecto, esa pretensión es debida a una confusión entre el conocimiento humano y el divino, y éste, además, mal entendido. Verdaderamente desear que el conocer humano se conozca a sí mismo de modo completo es aspirar a la identidad, tema que sólo es real en el ser divino, pues, como es claro, cualquier criatura está conformada por diversas dimensiones (y no sólo cognoscitivas) irreductibles a identidad, la principal de todas ellas, su composición real entre acto de ser y esencia [3]. Además, para Polo ese anhelo a la identidad, lejos de asemejarnos al ser divino destruye la índole del acto cognoscitivo humano [4].

La perplejidad es un peligro que acecha –según Leonardo Polo– tanto a los pensadores inspirados en los filósofos medievales, como a los que toman como fuente de inspiración a los modernos. En efecto, los griegos y medievales descubrieron varios temas reales extramentales muy importantes, y tal vez la última cuestión de su esfuerzo teorético no estribe en el descubrimiento de ninguno de esos temas, sino en el método cognoscitivo, es decir, en cómo el hombre los conoce [5]. Por su parte, los modernos y contemporáneos han ceñido su especulación a temas más humanos, pero su última pregunta seguramente ha versado asimismo sobre cómo conocemos esos temas, máxime cómo conocer al propio sujeto cognoscente [6]. Y es precisamente en el método cognoscitivo donde tanto algunos clásicos como otros modernos han sucumbido a la perplejidad.

El primer nivel de perplejidad se da cuando un pensador se atiene al pensamiento objetivo [7]. No se trata de que ese filósofo conozca según el pensamiento objetivo, sino de que se atenga en exclusiva a él. A esta actitud, como veremos, Polo la llama atenencia. Afecta a aquéllos que dan primacía o se detienen en el conocimiento según objeto pensado, por considerarlo como el nivel único de conocimiento [8]. Al acto que forma el objeto pensado Polo lo llama presencia. El atenerse exclusivamente a ella limita la prosecución cognoscitiva: «este límite es, justamente, la presencia mental» [9], e impide el conocimiento del ser [10] (tanto del ser extramental, como del, por así decir, intramental, esto es, tanto del acto de ser como principio como del acto de ser personal humano).

Por consiguiente, la perplejidad acosa al pensamiento objetualista. Que sucumban ante ella los profesionales de las ciencias positivas no llama tanto la atención como que un filósofo ceda a tal paradoja [11]. Como se ha anotado, el conocer presentando o poseyendo un objeto pensado, conmensurado con el acto de presentarlo o pensarlo, es propio del nivel cognoscitivo llamado abstracción. Pero si se pretende conocer abstractivamente lo que no es objetivable, es decir, abstraible (sea esa realidad física o no), se cae en la perplejidad. En suma, la perplejidad acaece en el pensamiento objetivo cuando se le pide a éste más de lo que puede dar de sí.

Imposible para el conocimiento objetivo es el conocimiento de las causas de la realidad física, pues el objeto pensado siempre es uno, mientras que las causas son plurales, es decir, son causas ad invicem; de manera que una no se puede dar ni conocer como causa aislada de la demás. En efecto, éstas no se pueden reducir a la mismidad y unicidad del objeto pensado, ya que son realmente distintas entre sí y concausales [12]. Imposible, asimismo, presentar una forma pensada de aquellas realidades que no son sensibles: los actos de pensar y querer, los hábitos y las virtudes, las facultades espirituales, los hábitos innatos, los sentimientos del espíritu, el acto de ser extramental, el acto de ser personal humano y el divino, etc.

Otro peligro que ofrece la perplejidad a quien admite en exclusiva el conocimiento objetivo es que, como los objetos pensados (en tanto que tales) son todos del mismo nivel, se pierda profundidad, es decir, se acabe creyendo que todo saber vale lo mismo y que todo está en el mismo plano: «llega un momento en que lo sabido se acaba, no tanto en extensión, como en intrínseca intensidad» [13]. La salida que se ensaya entonces al aburrimiento mental que esa actitud lleva adjunta puede ser doble: o pensar otros objetos, y así indefinidamente, u otorgar a la voluntad el protagonismo sobre el pensar y darle a ella el papel de decidir qué objetos interesan más. Es decir, o bien se da pábulo a una curiosidad caleidoscópica, o bien se cede al voluntarismo [14], pero ni una ni otra evasiva animan el pensar como tal [15].

En la primera obra publicada de Leonardo Polo, Evidencia y realidad en Descartes [16], el tema de la perplejidad es recurrente. Pero Polo ha abordado metódicamente este problema en su libro El acceso al ser [17]. Aunque en este trabajo se traigan a colación algunos pasajes polianos de diversas obras sobre esta temática, el estudio se ciñe fundamentalmente al mencionado libro de El acceso, en el que se dedica precisamente un tercio del texto a esclarecer esta dificultad. Con todo, la atenencia a la presencia mental o conocimiento objetivo, no es ni la única ni la más alta modalidad de perplejidad [18] (aunque sí la inicial y buena muestra para las otras). En este estudio aludiremos brevemente a algunos de esos otros niveles de aturdimiento mental.

1.           La génesis de la perplejidad: el objetualismo

La perplejidad puede afectar no sólo a los científicos, sino también al filósofo que defiende la exclusividad del conocer según ideas: «el objetualismo conduce al filósofo hacia la perplejidad» [19]. Por ejemplo, al filósofo que pretende ser realista, le sale al paso este escollo, explica Polo, cuando da la metafísica por supuesto, es decir, cuando la ve como una disciplina hecha, lo que equivale a suponer sus temas como objetos pensados. Y es que la peculiaridad del objeto pensado estriba en que es supuesto [20]. Pero si no se pudiera conocer sin suponer objetos, entonces la metafísica como estudio de lo real principial devendría problemática, porque es claro que el objeto pensado ni es un principio ni principia nada. Además, llega tarde: cuando lo real existe; y cuando se presenta, lo pensado no modifica en absoluto lo real (recuérdese al respecto la sentencia medieval: ser conocida para la realidad es una denominación extrínseca). Por otra parte, la presencia mental que presenta el objeto pensado no sólo no modifica en absoluto lo real, sino que es «la pura independencia del saber respecto del principio trascendental» [21]. La presencia, lejos de ser  principio, exime al principio de principiarla a ella. Pero si lo principial es el fundamento de lo real, la presencia mental no puede ser ni fundada ni fundante.

De ser exclusivamente presencial nuestro conocimiento, a la pregunta kantiana acerca de la posibilidad de que la metafísica se constituya como ciencia habría que responder negativamente. Hegel intentó escapar de esa inviabilidad postulando que en el comienzo, en el supuesto, se da todo, de modo que fuese ineficaz la pregunta acerca de si es o no posible la metafísica, pues de hecho ya está. Con todo, tampoco para Hegel la metafísica está al comienzo completamente esclarecida, pues de lo contrario su método dialéctico y su búsqueda del resultado estarían de más. Al no estarlo, e intentar justificar su progresivo esclarecimiento; se tiende a ver esa aclaración como intrínseca a la metafísica, de modo que ahora esa disciplina ya no se pueda concebir desligada de la actividad racional. Como se puede apreciar, el resultado del esfuerzo idealista es que la metafísica acaba siendo autoaclaración racional, lo que todavía la problematiza más que darla por supuesto.

Ahora bien, si la metafísica no hay que darla por supuesto, como algo ya ante la mirada del pensamiento, y no cabe confundirla tampoco con el modo de proceder de la razón, ¿cómo es posible ese saber? Si se declara que el único modo de conocer es el objetivo, el que se ejerce poseyendo un objeto pensado, cualquier pregunta llega tarde, porque la pregunta supone ya aquello por lo que se pregunta, es decir, el objeto [22]. De manera que de ser así, la pregunta no soluciona nada, y no se puede salir de la objetualidad ideal. Al notar la ineficacia de la pregunta en orden al conocimiento de lo real, se tiende a dejarla en suspenso, pero con esta actitud no se sale de la perplejidad [23]. Con el método interrogativo la metafísica queda sin justificación, y asimismo el propio pensar, pues si sólo se puede pensar formando objetos, al pensar el propio pensar éste deviene objeto. Según ello, ni podríamos conocer lo real extramental tal cual es, ni tampoco la realidad de nuestro propio pensar en su índole. La sombra de Kant es alargada…

En suma, según el conocimiento objetivo la metafísica no comparece. De modo que hay que dar razón del método de la metafísica, es decir, de cómo se conoce la realidad principial. Éste es el cometido de El acceso al ser [24]. El libro de Polo que sigue a éste, El ser [25], no da cuenta del método de la metafísica, sino de sus temas: los primeros principios reales extramentales. También habría que dar cuenta de la realidad del propio pensar y de la realidad transinmanente, es decir, la que transciende al propio pensamiento hacia la intimidad humana [26]. A la primera línea de esta temática Polo ha dedicado nada menos que cinco volúmenes en su Curso de teoría del conocimiento [27]; a la segunda, sus dos volúmenes de Antropología trascendental [28]. Pero lo que le interesa a Polo en El acceso es dejar expedito el camino para que se vea con claridad que la metafísica es ciencia, y ciencia superior a todas las demás racionales, versen éstas sobre lo real físico o sobre lo mental objetivo.

2.           La salida en falso del objetualismo: el subjetivismo.

Si el objeto no puede aglutinar en sí al sujeto, dado que al objetivar al sujeto éste deviene objeto y deja de ser sujeto real pasando a ser una idea pensada, cabe intentar la salida inversa al objetualismo, a saber, la del subjetivismo, es decir, dotar de prioridad al sujeto de tal manera que éste se revele enteramente a sí mismo. Si el objetualismo intenta que el conocimiento aglutine todos los objetos pensables, el subjetivismo pretende que el conocer del sujeto sea absoluto, pues sólo así puede lograr la autoaclaración completa. «Ambos planteamientos, lejos de ser excluyentes, se implican mutuamente» [29], como, por lo demás, muestran las filosofías de Leibniz y Hegel, pues el primero busca la necesidad reuniendo la totalidad de los objetos posibles [30], mientras que el segundo intenta la construcción de un pensar absoluto a través de la espontaneidad del acto de concebir que se da en presencia [31]. En efecto, Hegel pretendió desvelar la X kantiana del sujeto trascendental en la automanifestación definitiva del yo absoluto.

Para Polo «como actitud, el subjetivismo consagra la perplejidad… Como tesis, desemboca en el agnosticismo» [32]. En efecto, si el conocimiento es únicamente objetivo, y los objetos pensados son todos del mismo nivel, se apuesta por el sujeto porque éste puede manejar a capricho los objetos. Pero si el sujeto no se puede conocer como objeto, y se admite que el único conocer es objetivo, el sujeto –que se considera superior al objeto– deviene incognoscible. Como se aprecia, el subjetivismo desemboca en el agnosticismo, que «como tesis es una imposibilidad» [33], una contradicción in terminis, pues declara conocer que nuestro conocer no es cognoscitivo. Esa tesis es fruto de la perplejidad cognoscitiva.

¿Cuál es el método del subjetivismo? Para Polo la pregunta: «la pregunta es la formulación temática del subjetivismo, el arbitrar un sentido para la perplejidad» [34]. En efecto, se puede seguir preguntando indefinidamente, y ello sólo porque el sujeto desea esa reiteración, no porque él gane o pierda con ella, o porque se esclarezca más su conocimiento objetivo, sino porque quiere. Pero si re reitera la pregunta se reitera la perplejidad, y se percibe que ésta es inalterable.

Para salir del objetualismo se ensaya el subjetivismo. Pero la tragedia de éste consiste en que el sujeto deviene incognoscible, precisamente por poner demasiado énfasis en él. Además, la perplejidad a que aboca el subjetivismo es todavía peor que la que ofrece el objetualismo, porque atorarse en el conocimiento del sujeto es más dañino que hacerlo en el conocimiento objetivo, ya que en este caso lo que se pierde de vista es una realidad más noble que en aquél. Si para salir del subjetivismo se tantea de nuevo el conocimiento objetivo del sujeto, entonces éste aparece como un objeto; y como tal, un individuo aislado, independiente, es decir, lo más opuesto al ser personal, cuya intimidad consiste precisamente en reforzar vínculos cada vez más estrechos y libres con el resto de realidades. En esa tesitura, al creer imposible un conocimiento adecuado del ser personal, uno tiende  a quedarse en la idea de su yo [35], o tiende a copiar modelos objetivos externos; todo lo cual acarrea una grave despersonalización. Psicológicamente el reiterado choque contra este obstáculo aparentemente insalvable se puede describir como la interrupción del proceso de maduración.

3.           Corrientes filosóficas especialmente objetualistas

Se puede considerar que, según Leonardo Polo, el objetualismo se afianza con la decadencia de la escolástica. En esa época se conforma el logicismo y, con Ockham, el terminismo. Para Polo éste último ha jugado un papel muy relevante de cara al acrisolarse del objetualismo. En efecto, «Ockham interpreta lo pensado como si fuera palabra. El nominalismo es un terminismo: como si los objetos tuvieran la modalidad de la escritura. Es un error que se explica fácil­mente: ahí tenemos la intencionalidad con un soporte real; ahí la podemos estudiar. Ese soporte real son las palabras. Tenemos que hacer filosofía del lenguaje» [36]. Con esta reducción de la intencionalidad pensada a la lingüística se refuerza el objetualismo porque la intencionalidad de las palabras es inferior (intencionalidad mixta) a la de los objetos pensados (intencionalidad pura). En efecto, uno se puede quedar en los términos porque no son enteramente intencionales o remitentes, ya que en ellos hay algo que no remite a lo real, a saber, la materialidad sonora o gráfica de las palabras. Además, lo que remite a lo real es el significado sobreañadido convencionalmente a las voces. En cambio, el objeto conocido se agota remitiendo a lo real. Es pura remitencia natural, no convencional. Como gustaban decir los medievales, es una entera semejanza intencional respecto de lo real.

El voluntarismo del s. XIV es subjetivista, pero, según Polo, «en el paso del voluntarismo tardomedieval al idealismo acontece la primera versión del objetualismo científico» [37]. Con todo, no nos detendremos en este movimiento por ser menos filosófico que las demás corrientes de pensamiento. En cambio, en la filosofía moderna, tanto el racionalismo y la Ilustración como el idealismo han sido notoriamente objetualistas. Para darse cuenta de ello, baste atender a dos botones de muestra: su olvido de la noción de acto u operación inmanente, y la de hábito. En cuanto a la primera, Polo escribe que «la moderna teoría del conocimiento es objetualista: no consigue abordar –aunque lo intenta– ni siquiera el tema de la operación» [38]. Por lo que al hábito se refiere, para Polo «la filosofía moderna, que es “objetualista”, olvida el conocimiento habitual: no admite que el hábito sea un acto cognoscitivo, y además superior al conocimiento obje­tivo (por eso, la advertencia de la insuficiencia del conocimiento objetivo da lugar al irracionalismo)» [39]. Para muchos pensadores modernos, incluso recientes, lo que no es objeto pensado es encuadrado dentro del psicologismo, es decir, interpretado como asuntos irracionales.

Por lo demás, el terminismo, que ha surcado la filosofía moderna estando vigente en muchas corrientes de corte empirista o materialista, ha reaparecido en buena medida durante el s. XX, por ejemplo, con amplias corrientes de la filosofía analítica. Sin embargo, según Polo, «la filosofía del lenguaje es la consideración de una intencionalidad lata, no pura, es decir, de una intencionalidad condicio­nada y oscilante, cuya correspondencia con lo real está sujeta a duda. Con ello la perplejidad no se remedia, sino que se acrecienta. La correspon­dencia del lenguaje con lo real es sólo posible: hay varias posibilidades en el lenguaje y sólo una de ellas es la correspondencia con lo real. Pues, en efecto, lo real es el caso individual, el singular. Lo individual constriñe al lenguaje, cuya intencionalidad es una expansión añadida. La posibilidad del sentido está descompensada, por ser plural, con la referencia real. Tal descompensación entre lo posible y lo real se refleja en la interpretación nominalista de la noción de hipótesis y en el problema de la verificación» [40].

Otro ejemplo de filosofía objetualista dentro del s. XX lo constituye el pragmatismo, que para Polo es una derivación del nominalismo [41]. Y asimismo el estructuralismo, que, como los precedentes movimientos, también cede, para Polo, a la perplejidad: «el objetualismo conduce al filósofo hacia la perplejidad. Un ejemplo de ello es la desintegración del objetivismo estructuralista» [42]. La llamada postmodernidad da buena razón de ello cuando intenta liquidar la filosofía usando de ella.

4.           El enfrentamiento de algunos filósofos con la perplejidad

Describamos ahora brevemente, y a título de ejemplo, el modo como –según Leonardo Polo– algunos célebres pensadores de la historia de la filosofía occidental se han enfrentado a la perplejidad. Aunque no aludiremos a todos los filósofos más representativos, nótese que esta dificultad ha afectado en mayor o menor medida a los que pasan por ser de los más renombrados.

a) Parménides. Para Polo la célebre tesis parmenídea «lo mismo es pensar y ser» [43] paraliza la metafísica en su punto de arranque [44]. En efecto, si el ser es homogéneo, es decir, carece de distinción interna, y el pensar es lo mismo que el ser, entonces, hemos clausurado el saber: ni metafísica, ni teoría del conocimiento. Si se intentara avanzar en esas disciplinas habría que negar el monismo parmenídeo. En la tesis de Parménides lo que late, según Polo, es la conmensuración de la presencia mental con el objeto pensado: Parménides dice: ««lo mismo es pensar y ser». Esto significa: pensar y ser son co-presenciales. La noción de presencia es el estatuto mismo de la filosofía. «Lo mismo es pensar y ser», esto es, «pensar y ser son en presencia». El criterio de presencia es el criterio de mismidad» [45].

Parménides consumó la detención del pensar en el límite mental. A ese límite Polo también le llama haber [46], porque tal acto de pensar posee en presencia el objeto pensado, que es uno con él, estable, circular, etc. Como se ha indicado, tal nivel cognoscitivo equivale a lo que la tradición filosófica ha denominado abstracción. Polo también lo llama actualidad. Para él Parménides se queda en esta operación incoativa de la inteligencia: «Parménides piensa en el nivel de Tales. El ente de Parménides no es un concepto, ni tampoco una idea general, ni un juicio; el ente de Parménides es la más pura interpretación del fundamento que permite la abstracción, la presencia articulante» [47].

b) Aristóteles. Como es sabido, el Estagirita también dotó de gran relevancia a la presencia mental u operación inmanente, precisamente porque ésta es uno de sus grandes descubrimientos [48], y su gran ventaja respecto del objetualismo platónico del mundo de las ideas. En efecto, frente al acto como sustancia (entelécheia), Aristóteles distingue otro sentido del acto que es superior al precedente (enérgeia), y que atribuye al pensar humano y a Dios [49]. Con la noción de enérgeia Aristóteles rechaza en el conocer humano una interpretación constructivista de corte kantiano. Además, por encima del conocer operativo el Estagirita admite el conocimiento habitual [50], y por encima de éste al intelecto agente. Para Aristóteles sí es posible la metafísica porque se puede centrar la atención en el ser real, sin considerarlo como un supuesto mental.

Con todo, si bien es seguro que Aristóteles detectó el límite mental (la presencia), sin embargo, su actitud respecto de éste no le parece a Polo suficiente [51], seguramente porque el Estagirita centró su atención en exceso en la enérgeia, en la operación inmanente; asunto por lo demás comprensible, dado que es un neto descubrimiento suyo y no de poca envergadura.

c) Tomás de Aquino. Para Polo, Sto. Tomás es muy analítico y no pocas veces objetualista, pero no lo es en puntos decisivos de su doctrina, por ejemplo, en el hallazgo de la distinción real entre essentia–actus essendi en lo creado, pues tal descubrimiento no se puede llevar a cabo sin abandonar la asistencia de la presencia mental. Acepta Polo asimismo que el método de la separatio que el de Aquino propone para la metafísica es el intento de abandonar la hegemonía del acto de pensar como operación inmanente. De modo que Tomás de Aquino parece detectar el límite mental, al menos en ocasiones decisivas, pero no lo detectó en condiciones de poder abandonarlo metódicamente. Una prueba de ello estriba en que los niveles superiores de conocimiento (hábitos, entendimiento agente) tiende a interpretarlos según el modelo de la operación inmanente.

Por lo demás, Tomás de Aquino, como los pensadores cristianos, cuentan a su favor con una buena ayuda para rebasar el límite mental, a saber, la fe sobrenatural, pues ésta es un nuevo modo de conocer suprapresencial orientado al futuro no desfuturuzable [52]. Con todo, el motivo por el que el de Aquino no abandonase el límite mental es muy distinto –según Polo– que el aristotélico, a saber, seguramente porque obedeciendo una prescripción de la orden de los dominicos que prohibía a los profesores universitarios jóvenes decir novedades y recomendaba ajustarse a la doctrina de los pensadores precedentes tenidos como «autoridades» [53], Sto. Tomás no quiso inventar novedades; por ello, cuando habla, por ejemplo, de la distinción entre essentia–actus essendi intenta siempre apoyarla en autores precedentes.

d) Descartes. Como es sabido, el motor de la filosofía de Descartes es la duda, que no es como la escéptica (que duda por dudar), sino que usa de ella como método para la búsqueda de evidencias. A distinción de Parménides, Descartes no solidariza el sujeto cognoscente con los objetos pensados, sino que pretende la claridad y distinción en éstos. Ordena, pues, la duda a la certeza. La actitud de dudar pone entre paréntesis a los objetos, pero no al sujeto cognoscente ni su vida práctica, moral. Pero Descartes también acepta la perplejidad del pensamiento, pues mantiene que éste no puede conocer sin formar objetos, aunque se resiste a someter la voluntad y el sujeto a la perplejidad [54].

En efecto, poner entre paréntesis a los objetos o contenidos pensados es abandonar su carácter de supuestos, de presentados; ello equivale a no aceptar su valor como asuntos dados al pensar. Pero esa actitud no la lleva a cabo Descartes conociendo, sino por medio de la voluntad. Intenta, pues, vencer la perplejidad del pensamiento con el carácter activo de la voluntad. Esa actitud conlleva que lo único que sobresalga a la perplejidad sea la voluntad [55]. Con todo, si la perplejidad no se supera intelectualmente, tarde o temprano se acaba cediendo a ella. La actitud cartesiana (frente al racionalismo que usualmente le ha atribuido la crítica histórico–filosófica) es claramente voluntarista, pues la duda es voluntaria [56]. En efecto, se duda porque se quiere, y se deja de dudar cuando y porque se quiere.

La duda no sucumbe a la perplejidad porque no se duda de la duda [57], sino de lo conocido. Con esto se aprecia que «el sentido cartesiano de la voluntad es inseparable de su supremacía respecto de la inteligencia… En el principio, la voluntad no coexiste con la inteligencia, sino que la somete. Hay un momento volun­tarista puro en Descartes, un momento en que, anulado el intelecto en la perplejidad, la voluntad permanece sola» [58]. De manera que si se acepta esa hegemonía, no hay más remedio que pedirle cuentas a la voluntad de la realidad extramental, del ser, y de la realidad íntima, es decir, del sujeto, pues ésta se acepta como el único camino válido, ya que «la perplejidad sólo puede ser con­jurada de este modo, después de haber visto que no hay fundamento intelectual para salir de ella: se ha de absolutizar fuera del pensamiento. Y esta absolutización es voluntaria» [59].

Si, neutralizado el pensamiento, toma el relevo la voluntad para habérselas con la realidad transobjetiva y transinmanente, ¿cómo alcanza la voluntad esas realidades? Por una parte, respecto de la realidad extramental, sirviendo en bandeja la defensa del empirismo, pues si la voluntad se fija en lo real [60], y lo real no es cognoscible, lo que priva ahora es el interés. La voluntad no queda sin realidad; sí el pensamiento. Por eso, mientras atenerse a la idea es provisional para Descartes, no lo puede ser atenerse a lo real. De ese modo «la perplejidad no es posible pero no lo es exclusivamente, unilateralmente, en términos de realidad» [61]. Por otra parte, la voluntad también debe permitir el acceso al sujeto real (sum), pero ¿cómo? Como un hecho, es decir, como una realidad más acá del cogito, y por ello incognoscible (y por ello meramente voluntario). En suma, intentando escapar de la perplejidad o límite del conocimiento objetivo, Descartes sucumbe –per viam voluntatis– al agnosticismo metafísico y antropológico.

e) Spinoza. Polo mantiene que «el spinozismo es la desvirtuación del saber, puesto que la principialidad especulada no supera, en definitiva, la idea de constitución aislada de lo entendido» [62]. En consecuencia, Spinoza confunde a la persona como ser cognoscente con la presencia mental respecto de objetos. El peligro que eso conlleva no es sólo caer en la pretensión de que el saber humano sea completo, infinito [63], sino, sobre todo, en la despersonalización del saber humano. Pero, por una parte, el saber humano no se acaba. Por otra, para que se acabase el saber, éste tendría que albergar enteramente como sabido al propio sujeto. Como se ve, se trata de la pretensión de que la persona o núcleo del saber se conozca objetivamente. Pero la consecuencia de esa pretensión es clara: el conocimiento de la persona «sería un conocimiento de nadie. La necesidad de no olvidar lo que, con un término vago, se llama sujeto del conocimiento es la observación más importante que se puede dirigir a Spinoza» [64].

En teoría del conocimiento Spinoza tiene a su favor (frente a Hegel, por ejemplo) el admitir diversos niveles cognoscitivos. Pero en su contra está su objetualismo [65], el olvido de la persona humana como ser cognoscente, así como el afán de unificar las diversas dimensiones cognoscitivas de tal modo que se desvirtúen. Spinoza también es objetualista. En su caso, la esencia objetiva es la sustancia, interpretada ésta como concibiéndose a sí misma (per se concipitur) [66]. El intento spinozista es parejo, pero avant la lettre, al kantiano, pues en ambos se trata de una despersonalización del sujeto, el primero porque lo sustituye por la presencia mental; el segundo porque lo sustituye por el yo trascendental que es universal y necesario en todo hombre, pero que, claramente, tampoco es ningún quien. Atendamos brevemente a éste.

f) Kant. La misión de autocontemplación que Spinoza augura a la sustancia, Kant se la adjudica al sujeto trascendental: «el sujeto trascendental es la vacía entraña de la autoconcepción de Spinoza» [67]. De entre la dualidad objeto–sujeto, Kant se inclina por el sujeto. Más que lo conocido, a Kant le interesa el conocer y, en concreto, su posibilidad [68]. El sujeto «tiene que poder» dar razón de la objetividad del objeto. Kant se detiene en la presencia mental. Se trata de la aludida actitud de atenencia [69]. Por esto se comprende su olvido de la intencionalidad del objeto conocido [70] (lo que se ha venido a llamar «problema del puente» entre lo conocido y lo real, y punto en el que se suele enraizar su agnosticismo). A la condición de posibilidad de esa presencia mental Kant la llama «yo pienso en general» [71] –ich denke überhaupt–, asunto, por lo demás, carente de fondo antropológico para Polo –como seguramente advirtieron los discípulos kantianos críticos [72]–, pues tal «yo» no es persona ninguna [73].

Por lo demás, esta actitud no sólo deja en suspenso al sujeto, sino también a los temas reales, pues se queda en el pensar. De modo que con Kant se vuelven problemáticas no sólo la física y la metafísica clásicas (queda en suspenso el acceso a lo real extramental), sino también la antropología (queda en suspenso el acceso a la intimidad humana). Además, la actitud kantiana de atenencia a la presencia mental también deja en suspenso la teoría del conocimiento, pues desconoce la índole de los actos y hábitos como realidades inmanentes y espirituales, pues no alude a los hábitos, y las «acciones» mentales son interpretadas kinética y procesualmente [74].

Como se puede apreciar, esta actitud conlleva el agnosticismo respecto de lo real. Pero si la razón es limitada en orden a tal conocimiento, desde ese sesgo es comprensible la subordinación kantiana de la razón teórica a la práctica, y de ésta a la voluntad. En rigor, se trata de un voluntarismo bastante claro para un lector atento, más acusado aún que el cartesiano [75], pues ahora la voluntad juega el papel que los clásicos atribuyeron al intelecto agente [76]. Kant sucumbe a la presencia metal, es decir, queda atrapado por ella. El poder seductor de la presencia mental explica, pues, no sólo el representacionismo, sino también el subjetivismo voluntarista de sus seguidores. En efecto, la «subjetivización» del pensar conlleva entender al sujeto como contrapuesto a la evidencia. De ese modo si la evidencia es lo que está presente, el sujeto es lo inevidente, el oscuro estar [77]. No es de extrañar que una personalidad como la de Hegel, que en modo alguno se conformaba con verdades a medias, se rebelase contra esta interpretación sombría del sujeto, pues si el yo se pudiese esclarecer enteramente dejaría de ser un residuo oscuro tenebroso e ininteligible.

g) Hegel. Este pensador cumbre del idealismo intentó salir de la perplejidad pretendiendo alcanzar una intuición intelectual absoluta, es decir, aspiró a que el conocer humano fuese total, completo, omniabarcante. Para ello el propio conocer no podía ser ajeno a su propio conocimiento, sino que también debía ser conocido. Como se aprecia, es el intento de que el conocer humano sea el divino. Se trata de acometer la fusión sujeto-objeto [78], esto es, de que nuestro conocer no admita posible dualidad, es decir, de que sea absoluto. Para ello el conocer debe hacer suyo de tal manera lo conocido que no se distinga de sí. Como se ve, la tesis hegeliana entiende el conocer humano al modo de la nutrición: conocer sería una asimilación completa que no respeta la alteridad de lo otro y que funde en sí toda sustancia ajena [79]. Para Polo «el error (de Hegel) está en creer realizable el programa de identidad en el plano del objeto» [80].

Como es sabido, para llegar a la asimilación completa, Hegel arbitró un método dialéctico constructivo de contenidos pensados. Como procesual que es, ese método no puede cumplirse sino en el tiempo. Pero si al final ninguna determinación particular debe quedar al margen de la absorción, el método debe abarcar la historia completa [81]. Ahora bien, dado que la historia sigue, esto es, es progresiva o no cierra en un momento determinado, los contenidos que queden por abarcar tras la contemplación completa en el momento especulativo más álgido serán despreciables y abrirán el campo a la estupidez o demencia [82].

La rectificación poliana de esta pretensión es neta: «el yo pensado no piensa» [83]. Si esa pretendida identidad sujeto–objeto se considera imposible, a la fuerza los posthegelianos han de ser antihegelianos. Pero lo fueron asumiendo la perplejidad, es decir, aceptando que el pensar es limitado para alcanzar al propio sujeto [84]. Así, Schleiermacher sustituiría el saber absoluto hegeliano por el hermenéutico, es decir, suplantaría el saber formal –que no el teórico–, por ese uso de la razón práctica. Con esa propuesta metodológica se vaticina que el sujeto sólo se puede conocer por sus manifestaciones dialógicas, narrativas, lingüísticas, etc., sometidas siempre a nuevos pareceres e interpretaciones. Pero esa tesis no es correcta por muchos motivos, de entre los cuales se destaca sólo uno: si se acepta que la hermenéutica es el mejor modo de saber (también antropológico), implícitamente esa tesis se admite bajo la condición de que ella misma se absolutice, es decir, que no sea interpretable, lo cual es contradictorio y desemboca en la perplejidad.

Por otra parte, Kierkegaard sustituyó el saber absoluto objetivo por el subjetivo, senda que recorrerían posteriormente Jaspers, Marcel, entre otros; saber al que para unos sólo se accede por fe, lo cual también es una petición de principio, puesto que esa tesis no es ningún artículo de fe. Se abre también así la puerta a la perplejidad. En otra línea, Nietzsche y los voluntaristas sustituirían la razón hegeliana por la voluntad, etc. Pero entonces, ¿cómo fundamentar y defender racional, argumentativamente, esa actitud? Veamos la propuesta nietzscheana y su intrínseca dificultad.

h) Nietzsche. Cabe hablar, siguiendo a Polo, de que Nietzsche sucumbe a la perplejidad desde dos ángulos: uno metódico y otro temático. En cuanto al método, la cesión al régimen mental de perplejidad le adviene a Nietzche tras su intento de totalizar la hermenéutica [85], pretensión que, por cierto, tras el impulso de Gadamer, ha caracterizado y lo sigue haciendo a ciertos defensores de este método cognoscitivo hasta nuestros días. En efecto, si todo es hermeneuzable, también esta tesis lo es, de modo que no se puede sentar de modo seguro.

En cuanto al tema, recuérdese que el punto central de la ontología nietzscheana es el eterno retorno, que es –como él declaró– la gran iluminación. Ahora bien, este planteamiento cosmológico presenta al menos dos dificultades para Polo. a) Que cada año de los que menciona Nietzsche no puede ser sucedido por otro distinto, pues entonces el eterno retorno no podría anular esa distinción. Pero es claro que Nietzsche mantiene la distinción entre ellos, porque un año empieza tras la liquidación total del otro. b) Que si la aparición de un nuevo año conlleva la liquidación del precedente, ¿por qué Nietzsche mantiene que el eterno retorno no prescinde del pasado? «Si estas dificultades son insolubles, se instaura el régimen mental de la perplejidad» [86]. La lectura de Nietzsche (también la de Dilthey) atrajo a Heidegger hacia voluntarismo desde el idealismo peculiar de la femenomenología de Husserl [87].

i) Heidegger. El gozne filosófico heideggeriano, al menos en Ser y tiempo, es la pregunta. Para Polo la pregunta supone lo preguntado. Pero si lo supone, no lo conoce como es, sino como un supuesto, es decir, como un objeto pensado. Por eso la pregunta cede a la perplejidad [88], pues preguntando no se puede salir de la suposición. Por tanto, «preguntar no es saber» [89], pues se pregunta en la medida en que no se sabe. El que pregunta parte sabiendo algo, y pregunta por lo que no sabe con relación a lo sabido. Preguntar no puede ser el método de la metafísica, porque la pregunta cede al límite del pensamiento, a la perplejidad: «preguntar es declarar que no se sabe relativamente a lo que se sabe (…), la pregunta se orienta hacia la indeterminación como ausencia de todo saber en acto, es decir, la simple potencialidad intelectual. Pero como la simple potencialidad intelectual es inobjetivable, la pregunta se desliza hacia la perplejidad» [90].

En reacción frente a Hegel, Heidegger ha intentado sustituir el método dialéctico por la pregunta [91]. En este sentido «¿por qué el ser y no más bien la nada?» indica que no se quiere aceptar ningún contenido objetivo como punto de partida y, por tanto, que no se requiere de la construcción del proceso dialéctico para generar contenidos. Pero esto equivale a confundir el ser con la presencia [92] (confusión netamente presocrática). Si la pregunta intenta la abolición de cualquier contenido objetivo, nada salvo ella –el propio pensar– quedaría en pie. Pero es claro que un pensar sin asunto pensado es absurdo, imposible. Lo cual indica que la pregunta al fin y al cabo también supone la respuesta, es decir, cuenta inexorablemente, lo quiera o no, con lo preguntado, con un objeto pensado supuesto [93].

Cuestionando Polo que la pregunta sea el método de la metafísica da razón de por qué Heidegger cede a la perplejidad: «¿el preguntar es el método de la ontología? Si siempre se aclara hacia lo oscuro, nunca se aclara com­pletamente –esa aclaración total sería la presencia–, no hay respuesta última; además, si la hubiese, se omitiría la tempo­ración. Por consiguiente, tampoco es el vacío la respuesta; el vacío es presencial. No faltan las respuestas –simplemente, el preguntar es más que el responder–. La actitud de Heidegger es la perplejidad: situación intelectual de la que no se puede salir, más problemática que la duda de Descartes, o la inde­terminación de Hegel» [94].

Hasta aquí llega, para Polo, lo que se ha de ha venido a llamar primer Heidegger. Se puede cuestionar también si en su segundo periodo este pensador sale de la perplejidad. Es sabido que el segundo Heidegger es el de la tesis de que no es el hombre quien desvela el ser por medio de método cognoscitivo ninguno, sino que es el ser el que se manifiesta arbitrariamente al hombre cuando el propio ser desea. La respuesta poliana respecto del abandono de la perplejidad en esta tesitura es, asimismo, negativa: «esta segunda postura de Heidegger tiene grandes inconvenientes (ligados a la eventualidad del acontecimiento del ser). Es claro que (Heidegger) no ha continuado su propósito de darle un impulso fuerte a la ontología, y ha terminado su vida de pensador productivo en un estado de cierta perplejidad» [95]. El segundo Heidegger cede al voluntarismo, y es claro que éste no supera la perplejidad.

j) Wittgenstein. Si Heidegger no consigue con el método de la pregunta alcanzar el ser, porque lo supone, es comprensible que dé carpetazo al pensamiento humano y abra campo a la voluntad. Así habían procedido algunos filósofos que le precedieron (Descartes, Kant, Fichte, etc.), y así procedieron algunos de los que le siguieron. En efecto, para Polo «la afinidad entre Heidegger y Wittgenstein se acentúa en la medida en que Heidegger se orienta hacia el voluntarismo (…). Progresivamente se cae en la cuenta de que la perplejidad desborda el preguntar» [96]. En efecto, si la pregunta puede formularse una y otra vez, ello indica que ninguna evidencia racional es suficiente para contentarse con ella. Pero si lo que presenta el pensar siempre es insuficiente, habrá que esperar que sea el ser el que tome la iniciativa de revelarse al hombre cuando quiera y en la medida que quiera, medida y tiempo impredecible para la razón humana (voluntarismo) [97].

¿Cómo procede Wittgenstein?, ¿a qué se atiene? Según Polo, «Wittgenstein está desorientado, o perplejo porque no sale del objeto. Pero justamente el acto de entender no aparece en el objeto. Wittgenstein ignora el conocimiento habitual» [98]. Su campo de dominio son los objetos pensados, terreno en el que se mueve la lógica y la metalógica [99]. Los objetos son lo entendido, no el entender. Ningún objeto entiende a otro. Quien presenta al objeto es el acto; ningún objeto presenta a otro. De modo que la unión entre acto y objeto no es otro objeto y no se puede conocer objetivamente. Como el acto no comparece en el objeto presentado –no puede comparecer–, se cree incognoscible, se le aparta al campo de lo «místico», de lo que no se puede hablar. Pero si precisamente lo «místico» se acepta como más relevante que lo patente, la única puerta que queda abierta a ese ámbito es la de la voluntad. Se trata del giro lingüístico del trascendentalismo kantiano [100]; en definitiva, de una reposición del voluntarismo.

Al final de este breve recorrido filosófico cabe la pregunta siguiente: ¿cuál de los filósofos de la historia del pensamiento ha sido el que más ha abandonado el límite mental? Según Leonardo Polo, sin duda, Bergson. ¿Por qué? Porque este pensador francés sometió a dura crítica la presencia mental. Pero llevar a cabo esa crítica no es posible si no es desde los hábitos adquiridos. De manera que este pensador reparó en los hábitos de la inteligencia, aunque la descripción que de ellos realiza es insuficiente, pues los caracteriza como instintos espirituales.

5.           Actitudes filosóficas compatibles con la perplejidad

En los epígrafes que preceden se ha explicado, someramente, la perplejidad según Leonardo Polo, centrando la atención en el nivel usual en que ésta acontece: la abstracción. Con todo, se ha anunciado que no es ni la única ni la más alta forma de perplejidad. A continuación se aludirá, de manera sucinta y de menos a más, a otros niveles de perplejidad –también según Leonardo Polo– y a cada una de las disciplinas filosóficas más relevantes sobre las que repercute.

a) Sociológica. La sociología puede quedar abrumada en su tarea de comprensión de los diversos campos manifestativos del hombre al enfrentarse con la perplejidad consistente en no poder integrar ordenadamente las distintas facetas humanas, bien complejas por cierto en nuestro mundo actual [101]. Por ejemplo, entre política y economía actualmente no se ve el vínculo de engarce. Tampoco se está de acuerdo en cuál sea el vínculo suficiente de cohesión social, etc. De esa manera «el pensa­miento cae en la perplejidad ante la inoperancia de sus ins­trumentos de análisis. He aquí una de las razones por las que la ideología progresista entra en crisis y se habla de post­modernidad. No han faltado pensadores que han advertido con claridad la escisión y las consiguientes enfermedades que la emancipación lleva consigo, y que han formulado el pro­yecto de unificación de una manera acuciante» [102]. La salida de esa crisis pasa por apelar a un método sistémico, reunitivo (que no analítico) de estudio de las diversas manifestaciones humanas, teniendo en cuenta que la clave de la unión estriba en la subordinación de los factores más extrínsecos a los más intrínsecos, y que la única disciplina que puede ordenar las diversas manifestaciones humanas es la ética.

b) Gnoseológica. La perplejidad cognoscitiva admite varios niveles. El primero y más bajo, ya aludido, consiste en la confusión de la evidencia con lo evidente. Lo evidente es el objeto; la evidencia, el acto. La evidencia no es el objeto, y no se puede conocer a modo de tal. Cuando se pretende conocer la evidencia como lo evidente se cae en la perplejidad, pues si ésta se conoce a sí misma como un objeto, deviene objeto (evidente) y deja de evidenciar. Con otras palabras, cuando la evidencia se intenta conocer como lo evidente se anula. Se trata de la pretendida dimensión reflexiva de la verdad y del acto como operación inmanente.

Por otra parte, la perplejidad se da en niveles cognoscitivos superiores –como se ha indicado– cuando se quiere que cualquier nivel cognoscitivo dé cuenta de sí mismo, es decir, de que sea reflexivo a la par que conoce otros temas. Interpretaciones al respecto se ha dado recientemente para todos los gustos. En efecto, unos declaran que únicamente el acto de juzgar es reflexivo; otros que, además de éste, lo son también el concepto y el raciocinio; otros extienden la reflexividad incluso a los actos de la razón práctica y a todo el pensar. Además, debido a esa presunta reflexividad algunos pretenden acceder al propio conocimiento personal a través de tales actos. Pero todo esto es contradictorio, pues si un acto se conociese a sí mismo a la par de conocer o presentar otros asuntos los confundiría, pues no podría distinguir entre el propio acto y esos otros asuntos, distinción que, por lo demás, es clara.

c) Metafísica. Se puede decir que la perplejidad metafísica consiste en la confusión del ser con el ente [103], que no es más que un modo de dar el ser por supuesto. Ente y ser ni son equivalentes ni se conocen en el mismo nivel cognoscitivo. En efecto, para Polo, gnoseológicamente el ente se conoce merced al hábito conceptual, que permite conocer diversos actos de concebir. Cada acto de concebir conoce una forma real (taleidad o quididad) informando pluralidad de materias individuales, es decir, conoce el universal real (el unum in multis). Pero es claro que no existe un único unum in multis, sino muchas formas reales. Dado que el hábito conceptual permite conocer cada uno de los actos de concebir que conocen tales universales reales, esa pluralidad de universales reales se pueden reunir bajo la denominación de ente. En rigor, ente equivale a la unificación conceptual [104].

En cambio, para Polo, gnoseológicamente el ser no se conoce derivadamente de la abstracción, ni por actos que formen objetos ni por hábitos que permitan conocer estos actos, ni por actos que expliciten la realidad física (como el concepto o el juicio) ni por hábitos que permitan conocer tales actos (como el hábito conceptual o el hábito judicativo o de ciencia). El acto de ser real se conoce como un primer principio por el hábito innato de los primeros principios; hábito superior a la razón, innato, y unido al intelecto agente como un instrumento suyo [105]. Más aún, el acto de ser se advierte si se abandona el límite mental, es decir, la presencia o abstracción conmensurada con su objeto conocido. A un lector inspirado en los clásicos medievales bástele notar que el acto de ser no se puede abstraer puesto que no es material, sensible y particular.

d) Antropológica. La perplejidad afecta a la antropología de varias maneras. Una de ellas –ya aludida– se da cuando se intenta captar a la persona humana a modo de objeto. Como al intentarlo el sujeto deviene objeto, deja de ser sujeto. Para evitar ese trueque algún pensador ha pretendido un conocimiento que no sea dual con su tema, sino que se identifique con él, es decir, ha intentado la identidad sujeto–objeto. Pero para Polo este intento es vano, por imposible: «en el caso del espíritu, radicalmente, su vivir se reduce a ser, su vivir es conducido enteramente al ser. Por lo tanto, la identidad sujeto–objeto en el espíritu es imposible. Pero como el objeto lo pone un espíritu (algo pensado sólo es pensado por un espíritu), puede ocurrir perfectamente que alguien que quiera conocer al sujeto y se dé cuenta de que al conocerlo lo objetualiza cae en la perplejidad. Eso me parece que ocurre en Ser y tiempo, que cae en una situación de perplejidad angustiosa, pues ¿qué pasa cuando al poner lo pensado, con eso mismo, me niego a mí mismo? Es simplemente que en la misma medida en que existo puedo desplegar sentido, pero ese sentido no es más que el del yo pensado, no el del yo que existe» [106].  Recuérdese: “el yo pensado no piensa”.

Otro modo de perplejidad antropológica no menor que la que se acaba de describir se da cuando se intenta conocer lo más distintivamente humano y personal, lo antropológico, según el modelo de la metafísica, a saber, entender cada realidad humana como un fundamento, como un primer principio. Por ejemplo, si con el método de la metafísica se intenta comprender la libertad humana, ésta se percibe como fundada y fundante. Pero inmediatamente se aprecia que una libertad vista de ese modo es contradictoria [107]. La libertad personal humana no puede ser un primer principio sino que debe ser vinculada y vinculante. En rigor, la libertad personal humana sin Dios es contradictoria [108]. Para Polo este intento es un «error común de toda la filosofía moderna» [109]. Ese error es simétrico respecto del aristotelismo. La simetría consiste en entender el espíritu como un principio o fundamento, como una sustancia clásicamente entendida, etc.

e) Teológica. La teología natural se puede enfocar, al menos, desde dos planos jerárquicamente diferenciados: uno inferior, el metafísico, y otro superior, el antropológico. En ambos se pueden dar acusadas perplejidades. En el metafísico se produce la perplejidad al atribuir a Dios, por ejemplo, el nombre de causa, pues si la causa no se comprende sin el efecto, derivado de esa mentalidad, en rigor habría que admitir que Dios no se puede concebir sin la creación. La oportuna rectificación poliana de esa tesis dice así: “»Causa» de la existencia significa existencia incausada. En la direc­ción que marca el abandono del límite no es menester recurrir al medio auxiliar de la descalificación del proceso al infinito para establecer el carácter de Incausado. Tal descalificación obedece a una preocupación de despejar la perplejidad que no tiene razón de ser en esta investigación (…). Además, sólo admitiendo la hipótesis de causas intermedias, todas ellas su­puestas, se hace acuciante la necesidad de evitar su multi­plicación indefinida. Pero la existencia como causa es causa como referencia y queda descartado que la referencia aluda a un término que, a su vez, reitere la referencia causal, sin que haya necesidad de entretenerse en refutar la hipótesis opues­ta. La existencia como comienzo es la referencia causal, y no alude a la idea de serie, ni a la idea de ente» [110].

Pero más radical aún para Polo es la perplejidad que afecta en este terreno a la antropología. Se trata de aquella deriva del intento de autonomía o autorrealización humana [111], es decir, de la pretensión de dotarse uno a sí mismo de sentido completo al margen de Dios, o como él dice, la renuncia de la persona humana a ser juzgado por Dios: «renunciar a ser juzgado equivale a quedar sumido en la perplejidad» [112]. Tal juicio consiste en que al final Dios nos desvele enteramente nuestro ser, pues tal conocimiento propio nos desborda por completo a nosotros, entre otras cosas, porque mientras vivimos no acabamos de ser el ser que estamos llamados a ser: «poner entre paréntesis el Juicio es renunciar a la justicia absoluta (…). Quien ame la justicia (…) quiere que el Omnisciente le diga quién es y qué ha hecho, y si lo que ha hecho valía o no valía, o hasta qué punto valía. En otro caso, queda sujeto a una perplejidad insoluble en términos absolutos» [113].

Con el título La reducción de la perplejidad a la suposición se inicia un largo apartado del Capítulo I de El acceso al ser en el que es pertinente detenernos en los siguientes epígrafes. Atenderemos a la exposición de las diversas dimensiones cognoscitivas humanas que Polo enuncia por el orden que sigue.

6.           El hábito de los primeros principios.

En primer lugar, Polo aborda este hábito innato al que corresponde el conocimiento de los primeros principios o actos de ser reales extramentales [114]. La persona es un acto de ser, pero no es un acto de ser como principio. Por eso, tal hábito no alcanza a conocer a la persona, sino a los actos de ser que son principiales. Los primeros principios reales son plurales, tres en concreto, según Polo: el acto de ser divino, al que denomina identidad [115]; el acto de ser del universo, al que llama no contradicción o persistencia [116]; y la vinculación de dependencia del segundo respecto del primero, al que nombra causalidad trascendental [117]. Estos son los axiomas de la metafísica [118]. «Cabe un conocimiento objetivo o abstracto de los primeros principios: pero tal conocimiento no debe confundirse con el intelecto» [119], es decir, con el hábito de los primeros principios, pues abstractivamente tales principios no se conocen tal como realmente son, sino como objetos pensados. Además, por ese procedimiento racional no sólo se objetivan los principios, sino que también se maclan entre sí, es decir, no se puede conocer uno sin otro [120]. Dista también ese conocimiento habitual innato de las reglas lógicas que se formulan al exponer macladamente los principios debido a su objetivación.

De uno de ellos, del acto de ser del universo, depende la esencia del universo –o esencia extramental–, a saber, las cuatro causas de la realidad física, que lo son ad invicem (material, formal, eficiente y final), que, como es sabido, conforman el orden predicamental. Leonardo Polo describe estas concausas aunadas o coimplicadas como la analítica o despliegue pasivo del acto de ser [121], lo cual trasluce que el acto de ser de la realidad física no es idéntico y, por tanto, se distingue de Dios. Por ello su actividad no es idéntica sino solamente, por así decir, no contradictoria. Estas causas se conocen por una vía de la inteligencia a la que Polo llama vía racional o simplemente razón [122], la que nos permite conocer los principios de la realidad física que no son primeros. Los actos de esta vía cognoscitiva (concepto, juicio y fundamentación –demostración–) son operaciones inmanentes, descritas por la tradición clásica, que –según Polo– explicitan las causas de la realidad física [123]. En cambio, el acto de ser del universo se conoce por el hábito innato de los primeros principios cuando se abandona la presencia mental, precisamente porque se conoce a ésta como límite para tal conocimiento, pues la presencia mental no es sólo la diferencia pura con el ser [124] como principio, sino que también lo suple [125] y lo guarda implícito [126].

Como se puede apreciar, el conocimiento habitual de los primeros principios es distinto, por superior, al operativo racional. A diferencia del planteamiento tomista, por ejemplo, para Polo tal hábito innato no se encuadra dentro del entendimiento posible o inteligencia, sino que es innato al intelecto agente como un instrumento suyo. Para Polo «los primeros principios equivalen a lo que llamaré inclusión del núcleo en la amplitud trascendental» [127], es decir, que sin ese hábito que advierte los primeros principios, la persona humana (núcleo del saber) no estaría abierta a la totalidad de lo real [128]. La distinción entre los primeros principios es jerárquica, pues el acto de ser del universo se limita a persistir, mientras que el ser divino, o ser originario, está por encima de la persistencia o mantenimiento en el ser. El de causalidad trascendental muestra que la persistencia depende del ser originario [129], es decir, que el ser del universo físico es creado por el ser divino. Se trata, por tanto, del tratado de la creación [130].

7.           El núcleo del saber.

Se trata de la persona humana como ser cognoscente. Dicho de otro modo, es el acto de ser humano como conocer. Tal conocer no es una operación inmanente, ni siquiera un hábito adquirido o innato; sino del actus essendi homninis, que es luz cognoscitiva, pero no iluminante (como las demás humanas) sino trasparente. Un lector familiarizado con la filosofía griega y medieval debe tomar esta noción como equivalente a la de entendimiento agente [131]. Pero debe considerar, además, a tal intelecto no como una potencia del alma, sino como la realidad personal más activa.

En suma, aceptando la distinción real tomista entre acto de ser y esencia y teniéndola en cuenta en antropología, hay que decir, con Polo, que el intelecto agente está en el orden del esse hominis, mientras que el posible o inteligencia, se encuadra en la essentia. Y se debe añadir a ese planteamiento clásico que el intelecto agente es cognoscente por encima y al margen del posible. Es decir, que su tema no debe ser confundido con los temas del intelecto posible, ni tampoco con éste como potencia y con sus actos y hábitos.

No debe confundirse el núcleo del saber, también adverbializado en este libro poliano como además, con lo que Polo denomina en esta misma obra logos. El logos unifica la abstracción o presencia mental y las distintas dimensiones operativas de la inteligencia, pero no es la persona como ser cognoscente, sino esa realidad según la cual dispone la persona para aunar sus diversos conocimientos. El logos es del orden de la essentia hominis, no del orden del actus essendi; es del nivel del disponer [132], no del ser. Por eso, el logos no alcanza a conocer el núcleo del saber [133]. El conocimiento del núcleo depende de un hábito innato superior al logos, e inferior –pero solidario– con el núcleo: se trata del hábito de sabiduría [134]. Con la exposición de ese hábito Polo rectifica el planteamiento moderno según el cual el ser personal es incognoscible naturalmente (aunque se admita –como algunos personalistas– que se pueda conocer por revelación divina sobrenatural), ya se entienda éste como la X kantiana, ya como el Da–sein heideggeriano, entre otras muchas variantes.

Tampoco el núcleo del saber debe confundirse con el resto de las operaciones cognoscitivas humanas [135]. En efecto, tanto la presencia mental, como las demás operaciones, los hábitos adquiridos, los innatos (entre ellos el logos y el de sabiduría) son distintos del núcleo del saber y dependen de él. Esa dualidad cognoscitiva (carencia de identidad real) manifiesta el carácter creado del conocer humano. Y, a la par, empuja a buscar la imagen de Dios en el hombre más en el núcleo del saber que en las diversas manifestaciones cognoscitivas humanas.

8.           La abstracción.

Para Polo «a esta función (la abstractiva) se reduce, directa o consecutivamente, la objetividad» [136]. «Directa» indica que el conocimiento operativo humano presenta en ese caso un objeto conocido abstracto, es decir, el objeto pensado que posee o presenta el acto de pensarlo (la presencia mental). «Consecutivamente» indica que la inteligencia admite más conocimiento tras la abstracción; en concreto según dos modos de operar sobre el abstracto [137]. Atendamos ahora a lo que la tradición llama conversio ad phantasmata.

Según Polo, en tanto que devuelto a la sensibilidad (a los sentidos internos), el abstracto, por ser presente, articula el tiempo. Los sentidos internos superiores son tres: la imaginación, que carece de intención temporal; la memoria sensible, que tiene intención de pasado, y la cogitativa, con intención de futuro [138]. «La presencia es, ante todo, la articulación temporal» [139]. Gracias a la presencia, que no es tiempo, sino exenta de él y de realidad extramental, podemos conocer el tiempo [140]. Por no ser tiempo conocemos en presente y, gracias a ello, podemos modificar los procesos temporales. Sin la presencia la vida práctica humana sería, por tanto, imposible [141]. Por eso la presencia mental no es de índole negativa. Sólo supone un límite para el conocimiento de lo superior a ella, pero no para el conocimiento de lo que le es inferior, de lo temporal. La presencia es la constancia mental. El tiempo no es constante sino fluyente. Como la presencia mental articula el tiempo, puede con el tiempo entero. La inteligencia también se puede atener a una u otra fase del tiempo, pero eso es posterior. Lo preliminar es que la presencia está abierta al tiempo entero, a lo que Polo llama lo vasto. Pero el atenerse a fases temporales es secundario. Esas sucesivas determinaciones son negaciones de la amplitud inicial de la presencia [142].

La presencia es el instante, el ya, que no es real físico, sino mental: «instante significa: presencia en orden a sí misma» [143], es decir, la consideración de la presencia como un asunto mental, por eso se describe como el «haber» [144], y lo conocido por ella como «lo que hay», lo habido o tenido en posesión perfecta no susceptible de pérdidas. Conocer abstractivamente es haber, poseer. Por eso Polo declara que «haber no significa ser» [145]. Ya notó Aristóteles que conocer el tiempo no es tiempo. En la realidad física no existe el instante, nada se puede detener, porque todo está en constante cambio, movimiento: nunca nada ha terminado de suceder. La presencia mental ni es tiempo ni se temporaliza al articular cognoscitivamente  el tiempo, porque es previa al tiempo, es decir, está más acá de él o lo antecede: es la antecedencia.

La presencia tampoco se presenta a sí (más bien se oculta), sino al objeto pensado articulando el tiempo. Es exenta, única, conmensurada con su objeto poseído. Si es exenta del ser, la presencia no es persistente, sino que se da sólo cuando se piensa. Si se deja de pensar, no hay presencia. Si se piensa, la presencia ya es; y por ser ya no acaba. Lo real no es único, sino múltiple. Lo único que es único es la presencia mental. En su unicidad presenta un único objeto pensado con el que se conmensura: a tanto acto, tanto objeto conocido. El objeto pensado es una forma [146] mental, no una causa formal; es formado por la presencia al pensar. La presencia actualiza al objeto [147]. Es simultánea al objeto [148]. No cabe acto sin objeto y viceversa [149]. La presencia se agota presentando o conociendo esa forma, y por ello no se conoce a sí misma. Ella queda oculta a su propia luz.

La presencia mental no es el ser real, sino que lo supone. La presencia suple el ser [150]. Por eso Polo la llama suposición. También la llama mismidad porque lo pensado, el objeto, es lo mismo que se piensa, o lo único que se piensa, o lo que se piensa al pensar. La mismidad es la objetividad. Pero mismidad no es identidad, porque el objeto pensado no es real, sino precisamente algo dado en la mente, una forma ideal, que es intencional respecto de lo real. Recuérdese aquello de Aristóteles: los caballos pensados se distinguen de los reales en que no engendran caballos; o aquello otro: al conocer la piedra, se tiene en la mente la forma de la piedra, no la piedra. Si el objeto pensado no es real físico, tampoco lo es el acto de pensarlo (la presencia mental). En este sentido se puede decir que «la presencia no es», lo cual también indica por contraste que «el ser no tolera la suposición» [151] y que, por ello, la presencia es precisamente la suposición del ser [152]. La presencia está exenta de ser realmente, porque hace las veces del ser real, lo suple. Precisamente por no ser real, no es tiempo («abstraer no puede ser ningún proceso real» [153]), y por ello, lo puede articular. Por explicar Polo la presencia como mismidad, describe el ser como alteración [154].

Por otra parte, la presencia también se distingue del núcleo del saber o persona humana. Lo que precede indica que atenerse a la presencia imposibilita conocer tanto el acto de ser extramental como el acto de ser interno o personal. Con otras palabras, impide tanto la metafísica como la antropología [155]. Por ello, desde esta averiguación se puede inferir el motivo por el cual determinadas filosofías han negado validez a la metafísica y a la antropología como ciencias: su actitud de atenencia a la presencia mental. Por lo demás, si se confunde la presencia mental con el sujeto se corre el riesgo de caer en la oposición moderna entre sujeto y objeto. Por eso Polo llama al núcleo del saber además de la presencia [156]. Si el sujeto fuera equivalente a la presencia carecería de ser, pues ésta exime de ser. Por lo demás, la presencia tampoco se deduce del sujeto, ni se opone al objeto, ni es el nexo de unión entre sujeto y objeto.

9.           El logos.

El logos es la dimensión cognoscitiva unificante de las diversas vías cognoscitivas de la inteligencia. «El logos humano es, ante todo, una novedad unificante; y, por lo tanto, no una mera reunión, ni una reiteración, sino un hacer-suyas las distintas dimensiones del conocimiento. Con la expresión: “hacer-suyas”, se señala, ante todo, la referencia del logos al núcleo del saber. El núcleo se ha caracterizado como libertad trascendental. El logos es la novedad que dispone o hace-suyo, es decir, la pura dependencia respecto del núcleo. Con esta dependencia se reconoce inicialmente el carácter personal del núcleo del saber. El logos depende exclusivamente del núcleo» [157]. En posteriores trabajos, Polo hace equivalente el logos con una dimensión de la sindéresis. Ésta es un hábito innato de la persona –el inferior de ellos– del que depende el conocimiento y la activación de la inteligencia y de la voluntad (activar aquí significa conocer). Está conformado por dos miembros distintos jerárquicamente entre sí: al inferior Polo le llama ver–yo, que activa a la inteligencia; y al superior querer–yo, que activa a la voluntad [158]. El logos es la fase más alta de ver–yo; equivale a lo que Polo llama también experiencia intelectual. Para Polo es neta la distinción real entre persona y yo. La persona es el acto de ser; el yo, en cambio, es el ápice de la esencia humana [159]. En consecuencia, el núcleo del saber es distinto del logos, y tampoco coincide con la noción moderna de sujeto [160], porque tal noción responde a un enfoque de la persona simétrico respecto del estudio de la sustancia clásica. Pero la persona no es sustancia ninguna.

La ventaja que supone la labor unificante del logos o su hacer–suyas las diversas dimensiones inferiores del conocimiento humano es inmensa, pero éste nivel cognoscitivo puede tener también una gran desventaja, pues «el olvido del núcleo del saber es posible por el logos» [161]. Ello ocurre cuando la persona se obceca en su yo, es decir, cuando pretende reconocerse como quien es en su yo; dicho de otro modo, cuando intenta la identidad de su ser personal con su esencia. Esta actitud acarrea imponer a la esencia humana una exigencia que ésta no puede cumplir, puesto que ni es persona ni puede serlo (no cabe identidad real en la criatura [162]). El yo esencializado no es la persona real. Si uno pretende reconocerse como quien es en su yo, no sólo no se alcanza como persona, sino que se olvida de la persona que es [163]. El yo es, por así decir, el engarce de la persona con la naturaleza humana.

Centrar la atención en el yo es contraproducente, porque acarrea el intento de transformar en tema lo que es un método. En efecto, la sindéresis es el conocer humano por medio del cual nos abrimos cognoscitivamente a nuestra propia naturaleza y a la naturaleza humana que personalizan las demás personas en su ámbito manifestativo, social, laboral, etc.; ámbitos en los que se debe proceder éticamente, es decir, aunando diversas dualidades, subordinando las inferiores a las superiores. Para no ceder a la transformación de tal método en un tema, lo recomendable es el olvido de sí [164].

El logos tampoco es la presencia; no es el poseer el objeto [165], sino que dispone del haber. Es el tener o disponer [166], «el tener como sentido: el saber hacer» [167], pues dota de sentido a las diversas dimensiones cognoscitivas humanas inferiores (los diversos niveles racionales) y a la misma acción práctica atravesándola de sentido. La persona humana unifica las diversas dimensiones cognoscitivas a través de su logos. Pero la persona no dispone del logos, sino según el logos [168], es decir, respeta su índole, que es cognoscitiva [169], activante, dispositiva, unificante. En efecto, merced a él se activa la inteligencia, y ésta crece según hábitos adquiridos. Activar no significa ejecutar, pues el logos no es (como una naturaleza) un principio de operaciones ejecutante [170]. La actividad del logos sobre las instancias cognoscitivas inferiores redunda en ellas. Tal redundancia debe entenderse como que las vuelve cada vez más cognoscitivamente abiertas [171].

En virtud del logos, no es pertinente decir que la persona humana tenga una esencia, sino que dispone según ella. Si se olvida la dependencia del logos respecto de la persona (dependencia exclusiva) se cae en el logicismo [172], pero éste consiste en una generalidad como la del «yo pienso en general» kantiano, pues se intentan aunar los niveles cognoscitivos sin vincularlos a un quién. Por tanto, sin personalizarlos. Por eso tal «yo pienso en general» Kant lo describe como universal y necesario para todos los hombres. Esa actitud despersonalizante acarrea, además, éstas dos desventajas: por una parte, no respeta las distinciones de las dimensiones unificadas; y por otra, confunde, en consecuencia, la unidad con la homogeneidad. ¿Qué dimensiones unifica el logos? Según Polo las cuatro siguientes:

a) La abstracción o presencia mental. El logos unifica la presencia haciendo–suyo–lo–que–hay. Lo presentado mentalmente es suyo o está a su disposición. De ese modo el logos tiene a su disposición el conocer según–lo, según objeto pensado, es decir, el poder de formalizar el objeto. Es claro que podemos abstraer cuando queremos sin dificultad para ello.

b) Las operaciones de la vía negativa o generalizante de la inteligencia. «La negación, en la unificación dispositiva del logos, es la declaración de la pura insuficiencia del tener presencial» [173], es decir, equivale a la denuncia de que la presencia conmensurada con su objeto es poco conocer respecto de la capacidad cognoscitiva de la inteligencia. Este modo de proceder se abre a la generalidad [174], es decir, al conocimiento de ideas cada vez más generales. Con tal denuncia de insuficiencia el logos dispone de la negación, tiene en su mano el negar. Así, «negar es poner a disposición la determinación (directa, el abstracto)» [175]. La negación no abandona la presencia, sino que la supone. Polo distingue al menos estos niveles de generalización, de más a menos: lo indefinido, el género y la pregunta [176].

c) Las operaciones de la vía racional, concepto, juicio y raciocinio [177], que permiten conocer (Polo habla de explicitar) los principios reales extramentales que no son primeros [178]. A estas operaciones Polo las caracteriza en este trabajo como «dimensión operativa» de la razón, y las distingue de la presencia mental. Hay que excluir, por tanto, la asimilación tradicional de la abstracción a la operación de concebir. Pues bien, lo que el logos permite es la unificación entre esas operaciones («el tener operativo») y la presencia mental («el tener presencial»). Al notar que la presencia mental es la diferencia pura [179] con el ser extramental, las mencionadas operaciones de la razón acceden, en su propia medida, a conocer la índole de la realidad extramental confrontando la presencia mental (noción de pugna) con las causas predicamentales. Pero como el logos unifica la prosecución operativa (sus diversas fases) con la presencia mental, no puede conocer el acto de ser extramental, porque la presencia lo supone. «Ello equivale a decir que la interpretación de la presencia como límite y su abandono no son posibles según el logos» [180]. Con el logos cabe hacer ética, pero no metafísica. El abandono de la presencia mental se tiene que llevar a cabo con un conocimiento superior, y que, en consecuencia, no la unifique con otras operaciones. Éste se da con el hábito innato de los primeros principios, que precisamente por abandonar la presencia, la suposición, accede al ser extramental.

d) El intelecto de los primeros principios. No es que el logos unifique el conocimiento propio del hábito de los primeros principios (también llamado desde la Edad Media intellectus), porque tal hábito innato es superior al logos. Polo habla, más bien, de «la unificación del intelecto en el logos» [181], y con ello explica que la libertad personal –la persona o acto de ser personal como libertad– dispone según su logos de las dimensiones cognoscitivas de la naturaleza y esencia humanas respetando y plegándose con ellas al modo de ser de la realidad principial que advierte el intellectus.

Lo trascendental (característico del acto de ser) en el hombre es la libertad personal, no el disponer, que es su manifestación en la esencia humana. Como se ve, el logos depende de la libertad personal, no a la inversa; y esa dependencia se matiza a través del hábito de los primeros principios: «según el intelecto el logos unifica su propia dependencia respecto del núcleo con el conocimiento del ser principial» [182]. Unificarse el logos con el intellectus quiere decir que para que el logos dependa bien del núcleo personal, la unidad que permita el logos debe subordinarse al ser idéntico (Dios) y al ser persistente o no contradictorio (cosmos) que advierte el intelecto. Con otras palabras: el intelecto marca la regla de unificación del logos [183].

10.         El conocimiento sensible.

Es el nivel cognoscitivo humano inferior. Este conocer es plural porque depende de distintas facultades, dotadas todas ellas de soporte orgánico. Es clásico distinguir entre dos grupos de sentidos: los externos y los internos [184]. Polo sigue esa clasificación [185], pero la dota de añadidos y sugerencias muy relevantes. En El acceso atiende a la sensibilidad para distinguirla del núcleo del saber y de las demás dimensiones cognoscitivas humanas, en especial, de la presencia. Según este enfoque, describe el conocimiento sensible como «la condición de determinación material correspondiente al hecho de que la presencia se introduce solamente respecto de la causa material» [186]. La causa material es, según Polo, el antes temporal; la pasividad del acontecer real, la que impide que la realidad física culmine, pues la materia no se deja perfeccionar por completo por la causa final u orden del universo. Para Polo la presencia mental se introduce sólo respecto de la causa material porque sólo ésta sintetiza o aúna a las demás; de modo que si se refiriera a otra causa, la presencia dejaría fuera a las demás. En efecto, sólo la materia reclama la actuación sobre ella de las demás causas, pues está a expensas de ser formalizada (causa formal), de la introducción de nuevas formalizaciones (causa eficiente), y de que tanto la forma como los cambios sigan un orden progresivo (causa final).

Por otra parte, la referencia de la presencia mental a la sensibilidad interna se denomina desde antaño conversio ad phantasmata. Con esa conversión Polo considera al fantasma o imagen como una materialidad relativa a la unicidad de la presencia. Aquí la palabra materialidad está tomada analógicamente, es decir, según la tesis hilemórfica, pues con ella se entiende que la pluralidad de imágenes es potencial, como la materia, respecto de la unicidad de la forma conmensurada con la presencia mental. De ese modo el conocimiento sensible se incluye en la experiencia humana, es decir, deja de ser un mosaico de piezas inconexas para pasar a conformar un saber unitario. De lo que precede se ve claro que la abstracción es la hegemonía de la inteligencia sobre la sensibilidad.

Conclusión. La salida de la perplejidad: la noción de hábito

Si la perplejidad se da en el plano de la abstracción, la salida de ella pasa por detectar la presencia mental de modo que se la vea como límite del pensamiento y, en consecuencia, en tales condiciones que quepa abandonarla [187]. Tal declaración de insuficiencia consiste en notar que el conocer presentificante no es ni la única ni la superior modalidad cognoscitiva. Tampoco los subsiguientes modos operativos –que cuentan con la presencia– lo son [188]. Por lo demás, cuando se abandona la presencia mental se advierte el principio trascendental [189].

Pero no se puede ver como límite a la presencia mental sino desde el hábito abstractivo. De manera que la salida de la perplejidad pasa por la noción de hábito: «es de suma importancia no olvidar la noción de hábito. Sin ella es imposible el control de una perplejidad de fondo de la que la operación cognoscitiva no sabe salir. El axioma D (la inteligencia es operativamente infinita) establece la infinitud operativa de la inteligencia. Dicha infinitud operativa implica la imposibilidad de un último objeto. Pues bien, si no se acepta que el hábito es superior a la operación, aparece una dificultad insoluble: el axioma D prohibe la re­flexión intencional sobre el acto con que el objeto se conmensura» [190]. La autointencionalidad es otro modo de llamar a la aludida reflexión. Que esta tesis es incorrecta se puede advertir por muchos motivos, de los cuales ahora se destaca sólo uno: la reflexividad, si bien se mira, abre la puerta a la malicia en el interior del corazón humano, pues supone declarar la autosuficiencia de cualquier nivel cognoscitivo para dar cuenta de sí propio, y consecuentemente, su desvinculación de Dios.

Superar la presencia es pasar de pensar según objetos a saber (sin ellos): «saber es no estar perplejo» [191]. El pensar limita, porque forma objetos (limitados por definición). En cambio, el saber impulsa perennemente al ser real. Con todo, los hábitos intelectuales, tanto los adquiridos como los innatos, han caído en el olvido en la filosofía moderna casi hasta nuestros días. Por eso, todavía hoy se sigue preguntando Polo: «¿quién ha abandonado el límite del pensamiento?»; pregunta que se puede traducir del modo que sigue: ¿quién acepta el método poliano capaz de salir la perplejidad? Otras veces, al recibir la noticia de que algún filósofo niega de plano que se pueda conocer de otra manera que objetivamente, Leonardo Polo calla y se encoge de hombros. Y si se le insiste preguntando por su parecer al respecto, contesta defendiendo a la persona del que sostiene tal tesis con un «cada uno es libre de pensar como quiera» [192], pero también de permanecer perplejo… [193].

Desvanecer la perplejidad no es salir de la perplejidad (esa fue la pretensión de Hegel [194]). Tampoco asumirla (actitud de Heidegger [195]). Ni considerarla inútil, marginal y fácilmente soluble (actitud cartesiana que conduce al irracionalismo [196]). Se trata, más bien, de disolver esa especie de niebla. Para ello se emplea un método que no se centra en sí mismo (asunto que sería reflexivo), sino que permite limpiar el empañado cristal del conocer de la inteligencia humana; devolverle su limpidez. A ese método Polo lo llama abandono del límite mental.

Primero, detectar el límite mental; segundo, si libremente se quiere, abandonarlo. Nadie está obligado a ello; es un asunto libre, pero la ganancia cognoscitiva conseguida en temas reales advertidos tras llevar a cabo ese abandono es ingente [197]. Si no se detecta, no se puede abandonar: «no podría acontecer que no habiendo nada supuesto al margen de la exclusividad, dejara de detectarse algo, el haber como tal, es decir, la carencia estricta de rela­ción consigo, la mismidad. Si no fuera así, sería imposible la primera dimensión del abandono del límite y estaríamos forzados a atenernos a la exclusividad y, a la vez, desbor­dados por la perplejidad. Quién tal postura sostenga poco sabe de la fuerza del espíritu» [198].

Pero si no nos ceñimos a la abstracción, sino que ponemos en juego vital los niveles cognoscitivos superiores a ella, no cedemos a la perplejidad. En rigor, la solución de toda perplejidad es el realismo, no sólo ontológico, sino también gnoseológico. Este realismo no logra el abandono del nivel operativo ni siquiera formulando la noción de perplejidad [199], sino que se lleva a cabo conociendo, saliendo de la perplejidad por medio de los hábitos cognoscitivos: «entiendo por realismo… la capacidad, propia del saber –de la sabiduría humana– de desvanecer por entero el preguntar» [200]. Sin hábitos intelectuales no se supera la perplejidad. Pero de éste, que es uno de los campos más desatendidos por la filosofía contemporánea, ya nos hemos ocupado –siguiendo el parecer de Leonardo Polo– en otros trabajos [201].

Juan Fernando Sellés

Departamento de Filosofía

Universidad de Navarra

jfselles@unav.es

[1]     Desde la operación preliminar de la inteligencia, que es la abstracción (Polo la denomina presencia mental), hasta el conocimiento de sí no existe reflexión. «El saber humano no es un poder de reflexión perfecta (…) dicha reflexión es imposible en términos de fundamentabilidad», El acceso al ser, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2004, 34; «la presencia no es autoconocimiento. La mismidad manifiesta su propia carencia de identidad en cuanto que se desdobla», (entre acto de conocer y objeto conocido), Ibid., 85. En efecto, aceptar esa noción en el conocer humano indica que se parte de no saber para llegar al saber. Ello indica que se saca el saber de la ignorancia. Pero, como es claro, este extremo es absurdo.
[2]     «La noción de «Causa sui» es inadmisible», El acceso, 34. Cfr. González, A.L., El Absoluto como ‘causa sui’ en Spinoza, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1992.
[3]     Como es sabido, la distinción real entre actus essendi-essentia en toda criatura es un descubrimiento netamente tomista, aunque está incoado en San Alberto Magno. Polo lo acepta, pero intenta desvelar esa distinción tanto en teoría del conocimiento como en antropología. Saranyana indica al respecto que “según Tomás de Aquino la naturaleza racional se constituye en persona por algo positivo, por aquello que la hace existir como naturaleza individual. Eso es su esse; el esse de una naturaleza racional humana es, pues, el constitutivo formal de la persona humana”, Historia de la Teología, Madrid, B.A.C., 3ª ed., 2002, 111, nota 15. A propósito de esto, cfr. mi trabajo: “La distinción real acto de ser-esencia en antropología”, en Estudios Filosóficos, (en prensa).
[4]    «El principio de conciencia nau­fraga siempre en la perplejidad, pues el inteligir no es ese proyecto ni puede serlo. La noción de auto-fin es incoherente por defecto, corrompe el fin al formularlo como lo que llena su propia ausencia previa. El éxito del intento de auto-aclaración no nos haría iguales a Dios, pues el intento mismo se formula destruyendo el acto. Si el objeto pensado no piensa, intentar aclarar el pensar con lo pensado es destruir su carácter de acto», Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. II, Pamplona, Eunsa, 3ª ed., 1998, 227.
[5]     Recuérdese al respecto la importancia que el pensamiento clásico concede a la llamada razón superior y a sus hábitos, el de los primeros principios y el de sabiduría.
[6]     Téngase en cuenta la alusión de algunos pensadores del s. XX al denominado conocimiento subjetivo, experiencial, intuitivo, etc.
[7]     Se trata del conocimiento abstractivo, es decir, del conocer según objeto pensado. Ese objeto, en cierto modo universal e intencional respecto de lo real, lo forma el acto de conocer.
[8]    Ese nivel de conocimiento es importante y, como todos, insustituible, pero no es ni el único ni el más alto. Mediante este modo de conocer notamos que el conocimiento racional humano no pertenece al mundo, sino que está por encima de él. Precisamente por ello este tipo de conocimiento detiene los procesos de la realidad física y los puede modificar. De manera que sin este conocimiento no serían posibles ni la vida práctica humana ni las ciencias positivas. Cfr. Posada, J. M., “La extratemporalidad del pensar como acto perfecto”, en Studia Poliana, 1999 (1), 25-58.
[9]     El acceso, 34. «En orden al conocimiento sólo presencia significa límite», Ibid., 86; «la presencia mental es el límite del conocimiento», Ibid., 107.
[10]   «En orden al ser sólo presencia significa suposición», El acceso, 86.
[11]   En el ámbito de la filosofía sorprende más que el realismo ceda a la perplejidad que lo haga el idealismo o el empirismo, porque el nivel intelectual que usan el idealismo y el empirismo, pese a ser superior a la abstracción, también es objetualista. En cambio, para conocer la realidad tal cual ella es –afán del realismo–, hay que prescindir del objeto pensado y no extrapolar a lo real las características propias de lo ideal. Además, dentro del realismo, sorprende menos que la perplejidad afecte más a los que se dedican a la filosofía práctica que a los que se dedican a la teórica, pues la razón práctica, que permite la transformación de la realidad sensible, no prescinde del objeto pensado. Sí, en cambio, la teórica. Una de las ciencias filosóficas teóricas de reconocido prestigio es la metafísica. Por ello, resulta sorprendente el caso de un pensador que se considere a sí mismo metafísico y realista, y defienda a la par a capa y espada, que todo nuestro conocimiento es objetual. Pero, obviamente, esa tesis es falsa por contradictoria, ya que declarar que todo nuestro conocimiento es según objeto pensado no es un conocimiento objetual.
[12]   Nótese que el intento de conocer a modo de objeto pensado la realidad física no sólo imposibilita conocer las sustancias (los compuestos hilemórficos) y dirimir su jerarquía, sino también las naturalezas (los seres vivos), y asimismo la causa final u orden del universo en concausalidad con las demás causas o principios físicos: la esencia. Por eso es explicable, por ejemplo, que quien se aferra al conocimiento objetivo pueda manipular seres vivos dando por supuesto que están vivos, pero desconociendo qué sea la vida, qué niveles de vida existen y por qué unos seres son más vivos que otros.
[13]   El acceso, 29.
[14]   «En el intento de desarrollar la actualidad de una auto-intencionalidad se acumulan las incoherencias. Por eso no es término de una opción; mejor dicho, es el término de una opción no intelectual. El deseo de que el acto cognoscitivo sea auto-intencional, es un deseo vano, un insulto al acto, convertido en deseo de sí. Con ello cambia el protagonismo: no hablamos de operaciones intelectuales, sino de operaciones voluntarias», Polo, L., Curso de teoría, vol. II, 228.
[15]   Como se podrá fácilmente advertir, muchos modos de pensamiento actuales –tales como la postmodernidad o pensamiento débil, el trueque de la verdad por la opinión, el cambio de la filosofía en literatura, diversas formas de voluntarismo, el subjetivismo, etc.– padecen los síntomas de la enfermedad filosófica arriba tipificada. En consecuencia, no es arriesgado aventurar que han cedido a la perplejidad, y ello tras haber perdido el atractivo por seguir nadando en el piélago, tan inmenso como superficial, de los objetos pensados.
[16]   Polo, L., Evidencia y realidad en Descartes, Rialp, Madrid, 1963; Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 1996.
[17]   A mi modo de ver, El acceso al ser es una novedad metódica radical en filosofía, y no sólo respecto del pensamiento moderno y contemporáneo, sino también respecto del clásico. Además, es más rigurosa que las precedentes propuestas metódicas habidas en la historia del pensamiento occidental, a las que, por lo demás, ésta coloca en sitio, tras averiguar su alcance. La ventaja añadida de esta obra se encuadra dentro del realismo, pero no sólo ontológico, sino también gnoseológico.
En consecuencia, estimo que esta obra, en la que se encuentra de forma embrionaria toda la filosofía de Leonardo Polo -que posteriormente él ha desarrollado en múltiples trabajos (publicados o no)-, es, sin duda, una de las contribuciones más relevantes a la filosofía. Sin el descubrimiento del método que se propone en El acceso, no hubiesen sido posibles las demás obras de Polo, entre otras, la que -según él mismo indica- pasa por su trabajo cumbre, la Antropología trascendental, aparecida casi 40 años después del libro que comentamos. Con todo, El acceso está escrito un tanto abruptamente, y por ello, con un lenguaje bastante difícil, pues carece de precedentes. Por eso, y en la medida de lo posible, se intenta esclarecer con este trabajo.
[18]   «La proyección del límite, que se produce si se adopta lo que he llamado una actitud de atenencia, sólo puede dar lugar al vacío, a la oscilación o a la perplejidad. Estos resultados indican la existencia de una actitud intelectual incorrecta ante el límite y, por lo tanto, una insuficiente detectación del mismo», Evidencia y realidad, 261.
[19]   Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, 15.
[20]   «Llamo a tal dar por pensado la suposición de objetos. La suposición de objetos es el límite», Polo, L., «Lo intelectual y lo inteligible», Anuario Filosófico, 15 (1982), 2, 126, nota 14.
[21]   El acceso, 35.
[22]   «La primera aparición histórica de la metafísica se asocia a la interrogación. Aquí surge ya la necesidad de evitar la confusión: se trata de una conjunción todavía no esclarecida. De lo contrario, sabríamos ya a qué atenernos en lo decisivo: la metafísica nacería instalada en la capacidad de interrogar que el hombre posee en correspondencia con el espectáculo del mundo y su propia situación en él. Sin embargo, no cabe admitir para el preguntar una eficacia conductora tan extremada. No sería certero sostener que se pregunta acerca del tema de la metafísica, porque un preguntar llevado al extremo, salvo que al margen de él el tema de la metafísica esté dado, exige retraerse a la formulación de la pregunta: ¿cómo saber, si no, lo que se pregunta? Y esto quiere decir que dicha formulación queda en suspenso. La suspención del preguntar se corresponde con la perplejidad», Polo, L., Antropología trascendental, Tomo, II, La esencia de la persona humana, Eunsa, Pamplona, 2003, 191.
[23]   «La suspensión del preguntar remite a lo que llama perplejidad», Polo, L., La filosofía desde una perspectiva antropológica, pro manuscripto.
[24]   «Este libro trata del método de la metafísica», Polo, L., El acceso al ser, 13. Una exposición más detallada de este método se encuentra en Esquer, H., El límite del pensamiento. La propuesta metódica de Leonardo Polo, Eunsa, Pamplona, 2000. Cfr. asimismo: García, J., “El abandono del límite y el conocimiento”, Varios, El pensamiento de Leonardo Polo, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1994, 27-60; Piá Tarazona, S., “Sobre el límite mental”, Studia Poliana, 2001 (3), 177-185; Posada, J.M., “Trascender la presencia”, Studia Poliana, 2000 (2), 9-50.
[25]   Polo, L., El ser. Tomo I: La existencia extramental, Eunsa, Pamplona, 1965, 2ª ed., 1997.
[26]   La atenencia a la presencia mental conlleva el olvido del núcleo del saber, es decir, de la persona como ser cognoscente: «se produce la pérdida del carácter personal y viviente del saber», El acceso, 37.
[27]   Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. I, Eunsa, Pamplona, 1984, 2ª ed., 1987; vol. II, Eunsa, Pamplona, 1985, 2ª ed., 1988, 3ª ed., 1998; vol. III, Eunsa, Pamplona, 1988, 2ª ed., 1999; vol. IV, Primera parte, Eunsa, Pamplona, 1994; vol. IV, Segunda parte, Eunsa, Pamplona, 1996.
[28]   Polo, L., Antropología trascendental, Tomo I, La persona humana, 2ª ed., Eunsa, Pamplona, 1ª ed., 1999, 2ª ed., 2003; Tomo II, La esencia de la persona humana, Eunsa Pamplona, 2003.
[29]   El acceso, 41.
[30]   Cfr. Nominalismo, idealismo y realismo, Pamplona, Eunsa, 1997, Primera Parte.
[31]   Cfr. El acceso, 31 ss.
[32]   El acceso, 26.
[33]   Ibid., 26.
[34]   Ibid.
[35]   «El subjetivismo es aquella situación y actitud, o aquel tipo de teorías y de interpretaciones del hombre, en que el yo se entiende como la insuperable y suficiente realización del hombre como individuo», Polo, L., «Los límites del subjetivismo», Nuestro Tiempo, 1977 (273), 13. El confundir el sentido del propio ser personal por el yo no exime de patologías psiquiátricas.
[36]   Polo, L., Curso de teoría, vol. II, 188.
[37]   Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, 16.
[38]   Polo, L., Curso de teoría, vol. I, XVI. Y en otra parte añade: «Conocer es la actividad vital más alta. El ignorarlo comporta un descenso de inspiración, una cierta perpleji­dad, cuya compensación se intenta arbitrando para lo cono­cido un estatuto en sí. La ruptura de esta extrapolación, necesaria si se pretende restablecer el dinamismo cognosci­tivo, se lleva a cabo de modo violento, artificial. Así acontece en la filosofía reflexivo-trascendental, que termina en el idealismo absoluto», Curso de Teoría, IV/1ª, 247.
[39]   Polo, L., Curso de teoría, vol. III, 37. Y en otro lugar explica que: «en los planteamientos modernos la noción de hábito está perdida. Triste pérdida que hace a la filosofía tan objetualista, y además, que sean tan frecuentes la conculcación del axioma A (el conocimiento es acto) y la apelación a la intuición o a la cons­trucción del principio de conciencia, cuya entraña es el voluntarismo, es decir, una confusión entre dos órdenes de actividad», Curso de teoría, vol. II, 232.
[40]   Ibid. El subrayado es mío. Y allí mismo añade: “Por otra parte, cabe intentar descubrir la estructura del discurso lingüís­tico. Este intento aumenta la autonomía del lenguaje en la medida en que tiene éxito. Pero el éxito completo parece imposible, pues ninguna obra literaria agota el lenguaje. Si esto se tiene en cuenta, el lenguaje aparece como una posibilidad general cuya estructura es desconocida. Las estruc­turas del habla susceptibles de fijación son contingentes, se destacan de la posibilidad general indeterminada, sin regla. La indeterminación general es la anulación del sentido. Las posibilidades regladas son finitas, como islotes de sentido destacados de la indiferencia general. De este modo se consagra, en definitiva, la anulación de la finalidad. El desenlace ateleo­lógico del nominalismo es inevitable. Si se equipara lo pensado con lo hablado, no se puede salir del arbitrismo de Ockham”.
[41]   Cfr. Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, Pamplona, Eunsa, 1997, 45.
[42]   Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, Pamplona, Eunsa, 1997, 11.
[43]   Parménides, Sobre la naturaleza, fr. 3, v. 1, Diels-Kranz.
[44]   Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, I, 33-34. Un buen comentario de esa paralización se encuentra en Piá-Tarazona, S., «La doctrina del acto de ser en Leonardo Polo. Sus precedentes y una propuesta de prolongación», en I. Falgueras, J.A. García y J.J Padial (coords.), Futurizar el presente. Estudios sobre la filosofía de Leonardo Polo, Málaga, Servicio de publicaciones de la Universidad de Málaga, 2003, 259-262.
[45]   Polo, L., Curso de teoría, vol. II, 279. Y en otro pasaje: «lo mismo es pensar y ser, dice Parménides. Pero esto no significa: lo pensado como ser es el ser. Lo pensado como ser no es el ser, sino que es el ser como pensado. No es lo mismo. Lo mismo es una nota de la objetualidad, no de la realidad. Si pienso el ser, tengo el ser como pen­sado, pero no tengo el ser como real. El ser como real no es la obje­tualidad de lo abierto. En este sentido la presencia respecto de lo abierto es un umbral que no se traspasa (no hace falta). La luz mental ilumina sin más: abre, pero tal abrir no es la acción de mover una puerta, ni un ingresar. Pasar más allá del umbral, ingresar en la realidad, produciría una confusión en la que el pensamiento se apagaría: lo abierto dejaría de estar abierto», Ibid., 123-124.
[46]   «El haber no es la nada que se compara con el ser, puesto que sus valores de sustitución y de unicidad se cifran en su valor de límite. El límite no tiene desarrollo inteligible, salvo si se abandona; pero la equiparación de ser y conocer no puede establecerse –perplejidad–. La vía que abre el aban­dono de la sustitución y de la unicidad no dirige a la equipa­ración. La anulación del haber, admitido que fuera afrontable, no encamina hacia nada: y esto quiere decir que no es un método», Polo, L., El ser, I, 309.
[47]   Polo, L., Curso de teoría, vol. II, 316. Y más adelante añade: «de este modo (Parménides) salvaguarda la abstracción y ofrece la mayor resistencia a proseguir pensando», 318; «en Parménides la physis es lo actual en tanto que incomparable con lo posible, que cae fuera de la operación de abstraer», 325.
[48]   “Cuando las potencias tienen como resultado alguna otra cosa además del uso, su acto está en lo que se hace (por ejemplo, la edificación en lo que se edifica…); pero, cuando no tienen ninguna otra obra sino el acto, el acto está en el agente mismo (por ejemplo, la visión en el que ve)”, Aristóteles, Metafísica, l. IX, cp. 8 (BK 1050 a 30-36). Traducción de García Yebra, V., Madrid, Gredos, 1970. Aparte de este texto, cfr. De Anima, l. III, cp. 4 (BK 929 b 25-26); cp. 7 (BK 431 a 4-7); cp. 8 (BK 431 b 20-28); cp. 10 (BK 433 b  22-27); Física, l. III, cp. 3 (BK 202 a 13-14), etc.
[49]   Cfr. Yepes Stork, R., La doctrina del acto en Aristóteles, Pamplona, Eunsa, 1993; Padial, J.J., “Las operaciones intelectuales según Leonardo Polo”, en Studia Poliana, 2000 (2), 113-144.
[50]   Como se recordará, son descubrimientos suyos los hábitos de ciencia, el de los primeros principios y el de sabiduría.
[51]   «Por decirlo así, Aristóteles ha neutralizado la capacidad residual de la mente de hacer oscilar toda construcción; ha controlado la indefinida introducción de la perplejidad dete­niendo la reiteración del pensamiento con una teoría que expulsa fuera de él la suposición. Pero este procedimiento no es suficiente», El ser, I, p. 128.
[52]   Cfr. Conesa, F., «El conocimiento de la fe en la filosofía de Leonardo Polo», Anuario Filosófico, (1996) 427-439; Bayer, A., La fe en la antropología trascendental de Leonardo Polo, Tesis de Licenciatura, Facultad Eclesiástica de Filosofía, Universidad de Navarra, 2002.
[53]   Cfr. Alarcón, E., «Una cuestión de método. Consideraciones previas a la interpretación de Santo Tomás de Aquino», Themata, 10 (1992), 397.
[54]   Cfr. Polo, L., Evidencia y realidad en Descartes, 22.
[55]   Cfr. Evidencia y realidad, 44. Y más adelante añade: «no es una situación de perplejidad para la voluntad, por cuanto la voluntad posee el sentido de lo que ha de hacer, es decir, de la afirmación. Si la afirmación queda en algún caso en suspenso, ello no se debe a que se carezca del sentido de la afirmación, sino a que no se ha aclarado suficientemente el objeto, o bien, a que es posible atribuirle varias causas», Evidencia y realidad, 74.
[56]  También el juicio y el análisis son para Descartes operaciones voluntarias. Cfr. Merino, M., “Cogito ergo sum como conculcación al axioma A”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 741-750.
[57]   «Nótese que la duda no es dudosa, es decir, que no se resuelve en perplejidad, como acontecería si se consumara en el plano de lo pensado. Según la duda, la posesión voluntaria de la idea se lleva adelante, hacia el sometimiento de la idea a las exigencias del acto voluntario», Evidencia y realidad, 75. Y más adelante precisa que «dudar no es dudar de, en el sentido de un vacilar u oscilar. La convicción ingenua y la confianza son removidas enérgicamente por la duda. Es entonces cuando aparece el peligro de la perplejidad. Pero este peligro es directamente conjurado por la duda misma. A la duda pertenece el mo­mento en que se abre paso la tendencia a la certeza, como prosecución inmediata de la crisis de la confianza», Evidencia y realidad, 76.
[58]   Evidencia y realidad, 46.
[59]   Evidencia y realidad, 53.
[60]   «El juego de la actitud implica la determinación de la realidad como res. En virtud de ello mismo, en Descartes la voluntad no está destinada a sucumbir a la perplejidad, pero sí a quedar fijada o paralizada en una culminación afirmativa sin desarrollo interno», Evidencia y realidad, 99.
[61]   Evidencia y realidad, 100.
[62]   El acceso, 37.
[63]   Polo reprocha a Spinoza que «el puro haber en general no es ninguna solución, pero tampoco la infinitud absoluta, que olvida al núcleo», El acceso, 74.
[64]   El acceso, 39. Para evitar la vaguedad del término «sujeto», en este libro Polo lo sustituye por «núcleo del saber».
[65]   «El conciencialismo es objetualismo: se objetiva con un objeto y no con una operación. En este sentido Espinosa es un objetualista. Una sentencia de Espinosa dice: ordo et conexio idearum idem est ac ordo et conexio rerum, pero no dice que el ordo et conexio idearum se conmensura con una operación. De tal operación no dice nada. Por eso se declara a veces que la teoría de la conciencia es inmanentista. Pero más que inmanentista es objetualista (o un inmanentismo reductivamente objetivo), porque desconoce lo que rigurosamente es inmanente, a saber, la operación. Niega el axioma A (el conocimiento es acto) y el lateral E (no hay objeto sin operación). Según la axiomática, conciencia significa darse cuenta de que se ve; tal darse cuenta es un acto cuyo objeto es el ver», Curso de teoría, vol. I, 283.
[66]   Cfr. El acceso, 119.
[67]   Ibid. Sobre la perplejidad en Kant, cfr. Falgueras, I., “Del saber absoluto a la perplejidad. La génesis filosófica del planteamiento crítico”, Anuario Filosófico, 15 (1982), 2, 33- 73.
[68]   Cfr. El acceso, 32.
[69]   Cfr. El acceso, 33.
[70]   Cfr. Curso de teoría, vol. I, 82 ss.
[71]   «Yo pienso es, para Kant, la presencia asegurada como posibilidad pura en su propia antecedencia: en este sentido, yo pienso es la condición de posibilidad del concepto», El acceso, 46.
[72]   «La última época de la vida de Kant son años importunados por lo que Kant llamaba sus amigos hipercríticos. Estos amigos pretendían convertir la conciencia trascendental en autoconciencia. Esto es forzar el planteamiento kantiano. Conciencia trascendental signi­fica: pienso A, pienso B; en todo caso pienso. Pero la conciencia trascen­dental no tiene correlato objetivo, puesto que pienso A, pienso B distribu­tivamente: ni A ni B son el ich denke überhaupt», Curso de teoría, II, 228.
[73]   Cfr. Polo, L., El yo. Curso de Doctorado, Universidad de Navarra, 10092, pro manuscripto.  En El acceso al ser escribe: «la incursión kantiana en el terreno de la antecedencia mental, es decir, su teoría de la aprioridad, olvida el núcleo del saber en la misma medida en que concede a tal antecedencia valor trascendental», 156. Y más adelante: «al hacer adoptar forma deductiva al conocimiento del objeto, Kant (…) olvida el núcleo del saber», 120.
[74]   Para ver el examen poliano de la teoría del conocimiento de Kant, cfr. Polo, L., La crítica kantiana del conocimiento, ed. preparada y presentada por Juan A. García González, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2004.
[75]   «Kant mantiene una posición voluntarista más intensa que Descartes. Según él, el pensamiento es el orden de la posibilidad, y la voluntad, de la realidad. Por eso la realidad del yo –el yo trascendental–, que queda pendiente como problema en la Crítica de la razón pura, ha de buscarse como ratio essendi voluntaria. Para ascender al orden moral hay que entender al sum como libertad. Para Kant, sum equivale a voluntad», Polo, L., Nietzsche como pensador de dualidades, pro manuscripto, Capítulo I.
[76]   En El acceso, Polo denomina núcleo del saber al intelecto agente, y señala que es equivalente a la libertad personal. A él se refiere, por ejemplo en pp. 40-41.
[77]   Cfr. El acceso, 122.
[78]   «La idea absoluta es la plena identidad o coactualidad sujeto-evidencia», El acceso, 123.
[79]   Con todo, para Polo «el viviente es capaz de poseer práxicamente tanto a otro como a sí mismo, pero no de un modo total o por completo. Así se establece el auténtico sentido del expresarse del vivo: es objetivamente inagotable, y la búsqueda de la objetividad total o terminal abre paso a la perplejidad. La falsificación más profunda de la vida humana probablemente sea el in­tento de recuperación de uno mismo en el modo de la representación. En ello consiste la limitación de la glosa de Feuerbach a Hegel. La expresión otorgada implica una fuente; sería imposible sin  emerger de lo radical. El intento de recuperarse del todo objetivamente es el olvido del ser profundo de la  vida», Curso de teoría, vol. IV/1ª, 254.
[80]   El acceso, 124.
[81]   Cfr. Polo, L., Hegel y el posthegelianismo, 89.
[82]   Cfr. Ibid., 129, 159.
[83]   Hegel y el posthegelianismo, Piura, Universidad de Piura, 1985, 150.
[84]   «Si se acepta a Hegel y no se renuncia, sin embargo, a seguir, a jus­tificar la propia posteridad, la filosofía tropieza con una dificultad grave: así contemplado, ofrece un blanco muy vulnerable. En efecto, si la crisis se concentra en un ataque a su flanco más directamente vulnerable, el des­trozo que la filosofía hegeliana experimenta es tal, que seguir filosofando después de ella es enfrentarse con la perplejidad, o sospechar del pensa­miento como tarea vana para el hombre. Hay en Hegel una congénita debilidad: pretende verter la historia en un proceso lógico que no es meramente formal, sino también generador de contenidos. Ahora bien, si ya es el momento final, resulta que todos los contenidos eran», Polo, L., Hegel y el posthegelianismo, 61.
[85]   «A veces se ha acusado a algunos autores de cifrar su crítica a Nietzsche en la contradicción entre distintos textos. Jaspers ha insistido en la apreciación de las grandes diferencias que separan distintos textos, y ha intentado salvarlas. Por eso considera a Nietzsche como una ocasión para ejercer la flexibilidad intelectual. Pero este inconveniente es de menor alcance que la totalización de la hermenéutica. Si, efectivamente, Nietzsche mantiene la aludida totalización, naufraga en la perplejidad», Polo, L., Nietzsche como pensador de dualidades, pro manuscripto, 94.
[86]   Ibid., 123.
[87]   También Husserl cede al limite mental, y con él a la perplejidad, porque su método fenomenológico consiste precisamente en la actitud de atenencia al objeto pensado (eidos), haciendo abstracción (reducción fenomenológica) tanto de lo real y del propio sujeto. De ese modo, la conciencia, el yo, el sujeto serán incognoscibles: un yo puro y nada más. Precisamente eso le llevó a criticar el sujeto kantiano y defender la tesis cartesiana respecto del sum.
[88]   «El preguntar como tal sucumbe a la perplejidad», El acceso, 73.
[89]   El acceso, 23.
[90]   Polo, L., Curso de teoría, vol. III, 243. En nota al pie describe así la perplejidad: «de la perplejidad no se puede salir porque es algo así como la actitud que se identifica con la mera potencialidad intelectual. La perplejidad no es un acto intelectual».
[91]   «El desarrollo concreto de la pregunta es el objetivo de todo el tratado, del que Ser y tiempo no es más que dos secciones de la primera parte», Polo, L., Hegel y el posthegelianismo, 293.
[92]   «¿Por qué el ser y no, más bien, la nada? En esta pregunta se confunde el ser en general con la presencia mental», El acceso, 74. En rigor esa pregunta se puede traducir así ¿por qué el supuesto? Pero esa pregunta supone el supuesto y no puede salir de él; no puede abandonarlo.
[93]   Por eso «la proposición: `toda pregunta tiene solución´ (…) es tautológica», El acceso, 73; «preguntar es confiar el supuesto a la solución», Ibid., 74.
[94]   Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, Pamplona, Eunsa, 1997, 153.
[95]   Polo, L., La crítica kantiana del conocimiento, Curso de Licenciatura, Universidad de Málaga, 1974-75, pro manuscripto, 61.
[96]   Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, 153-4.
[97]   «¿Es esto voluntarismo? Sí, porque equivale a decir que el ser se manifiesta como quiere, arbi­trariamente, y nunca del todo», Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, 153-4
[98]   Polo, L., «Lo intelectual y lo inteligible», Anuario Filosófico, 15 (1982), 2, 126, nota 14.
[99]   «La pregunta metalógica indica insatisfacción hacia aquello en que surge y se mantiene. Con ella se evita, preci­samente, detenerse en el comienzo, al que se debe la pre­gunta. Pero la pregunta no tiene el sentido de una pretensión de mayor profundidad en el conocimiento del comienzo, tomado ahora como sujeto sobre el que investigar. Con esto se produciría algo más grave que una detención, a saber, el renacimiento de la perplejidad, puesto que no hay ni falta nada en el comienzo sobre lo que quepa interrogar «, El ser I, 230.
[100]  Cfr. Llano, A., “Filosofía trascendental y filosofía analítica I”, Anuario Filosófico, XI (1978), 89-122; y II, XI (1078), 51-82.
[101] Cfr. Múgica, F., “Introducción: el pensamiento social de Leonardo Polo”, en Leonardo Polo, Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 1996; Murillo, J.I., “La teoría de la cultura de Leonardo Polo”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 851-867; Naval. C., “En torno a la sociabilidad humana en el pensamiento de L. Polo”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 869-883.
[102] Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 157. Y más adelante añade: «la impresión dominante en estos autores es la per­plejidad. Nuestra situación es extraordinariamente variada en sus manifestaciones y presenta además un carácter global. Pero no tenemos procedimientos suficientes para hacer frente a la situación y, por lo tanto, estamos desbordados por ella (…). No sabemos, por consiguiente, cómo hacer frente al futuro», Ibid., 159.
[103] Por eso, «hay que desechar el intento de instalarse en la consis­tencia –interpretada como entidad positiva o como perple­jidad asumida–», El ser, I, 145.
[104] «si se explicita una pluralidad de conceptos, queda pendiente cuál es la causa de esa pluralidad, puesto que ni un universal, ni sus movimientos, puede ser la causa de los otros. Y ésta es la estricta razón por la que se agota la explicitación conceptual. La prioridad que es la explicación real de cada concepto explícito ha de serlo también para los distintos conceptos, y por ello ha de aportar el criterio de su unificación, pues dicha pluralidad agrava el enigma objetivo. Si se cuestiona sobre el primero respecto de los términos y movimientos de los distintos explícitos conceptuales, no cabe ni siquiera pensar un proceso al infinito, sino que se deriva hacia la perplejidad», Polo, L., Curso de teoría, vol. IV/ 2ª, 220.
[105] Cfr. Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, Tercera Parte, El comocimiento habitual de la realidad.
[106]  Polo, L., El yo, Curso de Doctorado, Universidad de Navarra, 1991, 73.
[107] «De esta manera naufraga su inves­tigación (de Heidegger) sobre la libertad. Pues la libertad no es el funda­mento, por más que la simetría moderna impida advertirlo. La noción de abismo no mejora la explicitación del funda­mento, sino que abre paso a la perplejidad (…). El estudio de la libertad queda detenido mientras no se despeje la cuestión del fundamento, es decir, mientras no se abra un ámbito más amplio que cualquier operación cognoscitiva. Si no se trasciende el monismo en metafísica, es imposible alcanzar el valor trascendental del ser humano, pues en estas condiciones la antropología no pasa de ser una filosofía segunda», Ibid., Primera conclusión: el abandono de la presencia…
[108] «Si no existe Dios, una libertad radical es un absurdo, siempre que admitamos que la libertad humana es algo más que elegir entre whisky o ginebra, algo profundo del ser humano, que está en el meollo de su carácter personal. De esta manera el hombre se abre de un modo irrestricto. Si esa apertura no encontrara un ser también personal, si no se correspondiera con un Dios personal, quedaría frustrada. Este Dios personal no es aquél al que, al menos de modo directo, se llega siguiendo las vías de Santo Tomás. Por ahí se llega a Dios como primer motor, o como causa primera o como ser necesario, pero su personalidad queda en penumbra. En cambio la libertad tiene esta perspectiva: existe un Dios personal sin el cual la libertad humana acabaría en la nada. Sería algo así como la perplejidad completa ante la existencia del hombre, la falta de destino. Entonces cabría tener miedo a la libertad, e incluso odio; hay gente que preferiría no ser libre precisamente porque al experimentar fuertemente en sí misma la libertad, al mismo tiempo no llegan a Dios, se han cerrado a El: se encuentran entonces con una libertad sin sentido», Polo, L., Quien es el hombre, Madrid, Rialp, 5ª ed., 224-5.
[109]  El acceso, 120. En nota al pie explica que «la filosofía moderna intenta, ya desde el Cusano, la consideración trascendental del espíritu. Pero para abrir el nuevo tema se limita a utilizar la estructura fundamental, fraguada por Aristóteles para estudiar el tema trascendental que no es, sin más, el espíritu. Para la interpretación trascendental del espíritu, la noción de principio es insuficiente y, por lo tanto, inservible», nota 21.
[110]  Polo, L., El ser, I, 226.
[111] «La noción de autorrealización es sólo posible a partir de la situación de suma pobreza en que coloca al hombre la pérdida de la integridad –trascendentalidad– del ser. En soledad profunda, hay entonces que afrontar un proceso infinito que se desvanece porque nadie lo acoge. En la soledad, la nada se anuncia como vértigo y perplejidad. La exploración de nuevos espacios, las inquietudes y afanes de nuestra época, están desprovistos del don de lo originario, que al asistir al hombre, le asegura su dignidad», Polo, L., Evidencia y realidad, 252.
[112] Polo, L., Antropología trascendental, (I), 221. Y en otro lugar insiste en que «renunciar a ser juzgado equivale a quedar sumido en la perplejidad, renunciar a saber quien soy y a conocer el valor, alcance y sentido último del obrar. Por eso la persona única sería una pura tragedia: carecer de aceptación sería amputar su donación, esto es, carecer de réplica y no serlo», Polo, L., La coexistencia, al final.
[113]  Polo, L., Sobre la existencia cristiana, 233.
[114] Cfr. Polo, L., «El conocimiento habitual de los primeros principios», en Nominalismo, idealismo y realismo, Pamplona, Eunsa, 1997; El ser, Tomo I: La existencia extramental, Eunsa, Pamplona, 1965, 2ª ed., 1997. Cfr. asimismo: Piá Tarazona, S., Los primeros principios en Leonardo Polo. Un estudio introductorio de sus caracteres existenciales y su vigencia, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1997; García-Valdecasas, M., Límite e identidad. La culminación de la filosofía en Hegel y Polo, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1998; García, J. A., “Metateoría de lo primero”, Contrastes, 1997 (2), 87-110; Fernández, S., “Intellectus principiorum: De Tomás de Aquino a Leonardo Polo (y ‘vuelta’)”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 509-526; Moran, J., “Los primeros principios; interpretación de Polo de Aristóteles”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 787-803.
[115]  La formulación lógica usual del principio de identidad no es el conocimiento del acto de ser real idéntico, porque «la fórmula lógica de la identidad: A es A, supone a A», El acceso, 80; es decir, es un conocimiento objetivo, según objeto pensado, no de realidad. Cfr. García-Valdecasas, M., “La plenitud de identidad real”, en Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 615-625.
[116] «En el carácter de persistencia hay que ver la actividad y, a la vez, el valor real del principio de no contradicción», El acceso, 79. Cfr. García, J. A., Principio sin continuación. Escritos sobre la metafísica de Leonardo Polo, Universidad de Málaga, Málaga, 1998.
[117]  Para Polo el tercero, la causalidad trascendental, es precisamente el ligamen de los otros dos. Cfr. El acceso, 44. Cfr. García, J. A., “La intelección del principio de causalidad”, Espíritu, 1993 (42/108), 171-175.
[118]    La palabra “axioma” tiene el siguiente significado para Polo: “El axioma es una proposición que muestra su necesidad, una proposición que no es casi segura, de modo que su contrario no es admisible”, Curso de teoría (I), 33. En ese mismo volumen declara: “La ciencia suprema, la metafísica, debe poder axiomatizarse (si no, no es la ciencia suprema). Hay axiomas metafísicos, y además la formulación axiomática de la metafísica, comparada con cualquier otra, constituye un avance”, 25. Polo lleva a cabo la formulación axiomática de la metafísica en su libro El ser (I). Sobre qué ciencias se pueden axiomatizar y cuáles son los axiomas de cada una de ellas, cfr. mi trabajo “La extensión de la axiomática según L. Polo”, Studia Poliana, 2000 (2), 73-111.
[119]  El acceso, 42. En suma, «el conocimiento del ser es distinto de la presencia mental», Ibid., 86, pues con ésta se suple al ser, y por suplirlo, no conoce el ser.
[120]  Para Polo las maclas de los primeros principios en la historia de la filosofía han sido dos: a) la clásica, que pegó el principio de no contradicción con el de identidad, según la siguiente formulación: «el ser no contradictorio es, eo ipso, idéntico», y b) la moderna, que fundió el principio de identidad con el de causalidad según ésta fórmula: «el ser idéntico es, eo ipso, fundamento», El acceso, 43. Cfr asimismo: El conocimiento habitual de los primeros principios.
[121] Cfr. El acceso, 41, 80. Cfr. Posada, J.M., La física de causas en Leonardo Polo. La congruencia de la física filosófica y su distinción y compatibilidad con la física matemática, Eunsa, Pamplona, 1996.
[122]  Cfr. Polo, L., Curso de teoría, vol. IV; El conocimiento racional de la realidad, pro manuscripto. Esa vía, como distinta de la vía generalizante propia de la lógica, está explicada en los siguientes manuales: García, J., Teoría del conocimiento humano, Pamplona, Eunsa, 1988; Corazón, R., Filosofía del conocimiento, Pamplona, Eunsa, 2002; Sellés, J. F., Curso breve de teoría del conocimiento, Bogotá, La Sabana, 1988.
[123]  «El conocimiento operativo puede explicitar la coimplicación causal. La abstracción sola es incapaz de ello», El acceso, 118.
[124]  «La presencia mental es la diferencia pura con el ser», El acceso, 80; «la suposición es la diferencia pura con el ser principial sin mengua del carácter trascendental de este último», Ibid., 82; «la presencia es la diferencia pura con el ser porque es límite del conocimiento», Ibid., 86; «la presencia mental es la diferencia pura con el principio», Ibid., 94.
[125]  «El carácter exento de la presencia mental suple la persistencia del ser», El acceso, 79; «Suplir es suscitar la unicidad o mismidad. La mismidad es la exención», Ibid., 82. Suplir es dar por supuesto el ser; suponer el ser es eximirlo de ser; es conocerlo como un dato o como algo. Pero si se supone el ser, no se conoce como es, y de él se declara que es ignoto. Cfr. Ibid., 84.
[126]  «Lo mismo es el valor de la presencia, la cual guarda implícito el ser (…). El principio es el ser que lo único guarda implícito; lo único es el valor de la presencia», El acceso, 107.
[127]  El acceso, 42.
[128]  La persona humana está abierta a la totalidad de lo real de un modo peculiar, pues no forma parte de dicha realidad que advierte por medio del hábito de los primeros principios. Por eso, ella no se conoce como un primer principio, y también por eso, si es fundada ni fundante, sino libre. En virtud de esto Polo indica que el núcleo del saber «está incluido atópicamente en la amplitud trascendental, es decir, como libertad», El acceso, 44.
[129]  Tomás de Aquino advirtió esa dependencia, y la formuló del modo que sigue: «esse rei non potest intelligi nisi ut deductum ab esse divino», Tomás de  Aquino, De Potentia, q. 3, a. 5, ad 1. En rigor, se trata de notar que el ser del universo es creado por Dios. Ello indica que el tema filosófico de la creación debe abordarse desde el hábito de los primeros principios, no desde la razón.
[130] Cfr. García, J., “Sobre el ser y la creación”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 587-614. Pérez Guerrero, F. J., “La criatura es hecha como comienzo o principio”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 921-928.
[131]  Me permito remitir a mi trabajo: El conocer personal. Estudio del entendimiento agente según Leonardo Polo, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2003.
[132]  Cfr. El acceso, 107. Cfr. Urabayen, J., “La esencia del hombre como disponer indisponible”, en Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 1051-1059.
[133]  «No cabe, según el logos, el conocimiento del núcleo del saber», El acceso, 87.
[134]  Cfr. mi trabajo: «El hábito de sabiduría según Leonardo Polo», Studia Poliana, 3 (2001), pp. 73-102.
[135]  Cfr. El acceso, 87.
[136]  El acceso, 44. Posada, J.M., realizó un buen trabajo, todavía inédito, sobre la abstracción según Leonardo Polo: La abstracción según Leonardo Polo, Tesis doctoral, Pamplona, Universidad de Navarra, 1996.
[137] Uno, mediante separación negativa, es decir, denunciando la inteligencia la insuficiencia de ese objeto conocido como tal respecto de la propia capacidad cognoscitiva de la inteligencia. Así se abre la llamada por Polo vía generalizante de la inteligencia, cuyos actos no prescinden de los objetos pensados, sino que los generalizan paulatinamente. A este modo de proceder Polo también la llama vía negativa de la inteligencia. Cfr. Polo, L., Curso de teoría, vol. III, Eunsa, Pamplona, 1988, 2ª ed., 1999; “Indicaciones acerca de la distinción entre generalización y razón”, Razón y libertad. Homenaje a Antonio Millán-Puelles, Rialp, Madrid, 1990, 87-91.
Otro, mediante otra denuncia de insuficiencia que realiza la inteligencia, pero en este caso versa sobre lo poco que se conoce en el abstracto de la realidad física respecto de lo que de ella se puede conocer. Se conoce por medio de lo que Polo describe como pugna de la operación cognoscitiva sin objeto pensado con cada una de las causas de la realidad física. A esta vía, la denomina -como se ha indicado- vía racional, que es superior a la precedente. Tanto la abstracción como las otras dos vías o maneras de operar sobre la abstracción están descritas en Tomás de Aquino.
[138] Cfr. Posada, J.M., “Sobre el sentido común y la percepción. Algunas sugerencias acerca de la facultad sensitiva central”, Anuario Filosófico, 1996 (29/2), 961-984.
[139]  El acceso, 45.
[140] Cfr. Sanguineti, J.J., “Presencia y temporalidad: Aristóteles, Heidegger, Polo”, Studia Poliana, 2001 (3), 103-126.
[141]  Cfr. Piá Tarazona, S., El hombre como ser dual. Estudio de las dualidades radicales según la Antropología trascendental de Leonardo Polo, Pamplona, Eunsa, 2001, cap. III.
[142] Ulteriores precisiones polianas en torno a los distintos tipos de tiempo físico, así como a la distinción entre esos y el tiempo del espíritu se hallan en su libro Nietzsche como pensador de dualidades. Sobre el tiempo humano, cfr. González Umeres, L., La experiencia del tiempo humano. De Bergson a Polo, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2001; Castillo, G., La actividad vital humana temporal, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2001.
[143]  El acceso, 47. Y más adelante: «el instante no está incluído en el tiempo», Ibid., 49.
[144]  Estas notas las estudia Polo más detenidamente en Curso de teoría, vol. II, 3ª ed., 1997.
[145]  El acceso, 54. Y más adelante: «presencia es haber y no ser», Ibid., 58.
[146]  «A la determinación directa cabe llamarla forma», El acceso, 54.
[147] Cfr. Esquer, H., “Actualidad y acto”, en Anuario Filosófico, 1992 (25/1), 145-163.
[148]  Al objeto pensado Polo también lo describe como lo que hay, y a la presencia como el haber; y dice de ellos que son simultáneos: «lo no es anterior a haberlo (…). La presencia no antecede como objeto al objeto; pero el objeto no antecede a la presencia», El acceso, 57. En ese mismo lugar también llama a la presencia obtención (especie expresa). Sobre la índole del objeto pensado y su simultaneidad con la operación inmanente, cfr. mi trabajo: Conocer y amar: estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2000, cap. I.
[149]  Cfr. Polo, L., Curso de teoría, vol. I.
[150]  Cfr. El acceso, 54.
[151]  El acceso, 85.
[152]  «La abstracción (…) es el conocimiento directo inherente a la presencia mental, es decir, el conocimiento que suple en presencia al ser», El acceso, 55. Ese ser al que se alude es el ser extramental.
[153]  El acceso, 54.
[154]  Cfr. El acceso, 107 ss.
[155]  «El conocimiento directo está exento de subjetividad y realidad», El acceso., 55; «presencia no significa: cognoscente en vez de ser», Ibid., 58.
[156]  Cfr. El acceso, 58.
[157]  El acceso, 59. «Novedad unificante» indica que las instancias cognoscitivas inferiores son muy distintas entre sí y no están unificadas. El «Hacer-suyas» respeta la distinción de las diversas dimensiones cognoscitivas inferiores: «las referencias matizadas (del logos a ellas) no impide la unificación», Ibid., 65.
[158] «En orden a la persona, el tener (esto es, el logos) es lo que se llama voluntad», El acceso, 61. Cfr. Polo, L., Antropología trascendental. Tomo II. La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003. Cfr asimismo: Molina, F., La sindéresis, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999; “Sindéresis y conciencia moral”, en Anuario Filosófico, 29 (1996), 2, 773-785; “El yo y la sindéresis”, en Studia Poliana, 3, (2001), 35-60.
[159]  Cfr. Polo, L., El yo, Curso de Doctorado, Universidad de Navarra, 1991, pro manuscripto.
[160] «El tener del logos puede distinguirse del núcleo del saber (…). La noción de sujeto pensante (…) oculta al núcleo del saber y angosta el logos», El acceso, 77.
[161]  El acceso, 58.
[162]  «La persona no es idéntica al logos», El acceso, 60. Pretender la identidad «comporta el olvido de la distinción persona y naturaleza» (Ibid., 61), es decir, el olvido de que se es criatura.
[163]  Esta pérdida personal que supone la atenencia al yo, Polo la ejemplifica aludiendo a muchas antropologías modernas y contemporáneas: Kant, Hegel, Heidegger, etc. Y en esta obra añade que «el olvido de la persona es la abdicación de su destino y, como tal, egoísmo», El acceso, 62.
[164] Además, sólo estando, por así decir, por encima del yo se evitan muchas patologías psiquiátricas. Es pertinente, por tanto, no tomarse demasiado en serio la idea que nos hacemos de nosotros mismos.
[165]  Ninguno de los hábitos, ni los adquiridos ni los innatos conoce objetivamente, es decir, formando un objeto.
[166]  «No es algo que la persona tenga, sino el disponer, el tener como tal», El acceso, 61.
[167]  El acceso, 61.
[168]  Cfr. El acceso, 61. Si se usa de la esencia humana, en vez de usar según ella, se estropea la esencia humana. Teológicamente a esa actitud se llama pecado.
[169]  «Respecto de todas las dimensiones (…) del saber, hacer-suyas tiene valor cognoscitivo», El acceso, 60.
[170]  Cfr. El acceso, 91 ss. Si el logos ejecutara acciones no poseería lo ejecutado. Conocer no es ejecutar.
[171]  Cfr. El acceso, 106 ss.
[172]  Cfr. El acceso, 63.
[173]  El acceso, 68.
[174]  Cuanto más se niega, más se generaliza; cuanto más se generaliza, más vacío es el contenido de las ideas que se obtienen: «lo intenso de la negación es lo vacío de lo general», El acceso, 70.
[175]  El acceso, 70.
[176]  En el Curso de teoría Polo ejemplifica lo indefinido con el ápeiron de Anaximandro; el género con la definición medieval de hombre como «animal racional», donde lo animal vendría a ser lo genérico y lo racional la diferencia específica, y es claro que la definición responde a un conocimiento lógico, no real; la pregunta, con el método que Heidegger sugiere para la metafísica.
[177]  Cfr. El acceso, 98 ss.
[178]  La primera fase racional explicitante de lo real es el concepto, que permite conocer el universal real, es decir, la causa formal informando multitud de individuos materiales o causa material (se trata del tema medieval del unum in multis). También permite explicitar la causa eficiente extrínseca.
La segunda fase es el juicio, que permite conocer la causa eficiente intrínseca, es decir, la vida. Al notar desde el hábito judicativo o de ciencia la compatibilidad de los juicios entre sí y, consecuentemente, el orden causal, se conoce la causa final u orden del universo físico. El juicio no conoce, pues -según Polo- el ser, sino que lo guarda implícito: «la afirmación (…) no se centra en el ser (…). Guarda implícito el ser principial (…). En el juicio, el ser no se explicita (…) Esta observación discrepa claramente de las interpretaciones de algunos tomistas modernos (…). El juicio no explicita el ser principial», El acceso, 128-131. Tampoco conocen el ser el concepto y el raciocinio, precisamente porque todas esas operaciones requieren de la abstracción o presencia mental (la suposición), que suple el ser.  Con todo, desde el hábito judicativo sí se conoce la esencia de la realidad extramental: las cuatro causas como concausas entre sí (ad invicem).
La tercera fase es el raciociono o fundamentación, que busca el implícito del juicio, pero como también cuenta con la presencia mental como requisito y el raciocinio es la última operación racional, lo implícito se guarda definitivamente: «la explicitación raciocinante no es propiamente la última, sino, más bien, la guarda definitiva del implícito», El acceso, 102.
Un estudio de Polo más detallado de estas fases o sucesivas explicitaciones se encuentra en El conocimiento racional de la realidad, Curso de Doctorado, Universidad de Navarra, 1991, pro manuscripto.
[179] Repárese en que lo que es diferencia pura con el ser es la presencia mental, no lo presentado u objeto intencional, pues «por ser única, la diferencia no puede entenderse como interna al ámbito de la objetividad. No es correcto, por lo mismo, proyectar más allá de ella una pretensión de objetiva­ción (lo cual equivaldría a desconocer su carácter único, en la forma de una reiteración indefinida que se escapa a todo control y que, en definitiva, hace desembocar la diferencia en la pura perplejidad y destruye el valor representativo de la objetividad). Pero también por ser única, la diferencia puede ser objetivada en un segundo momento –intención segunda–: lo cual es tanto como decir que la consideración precisiva de la objetividad, o lo que es igual, el objeto en cuanto diferente, es posible por la diferencia, pero no se confunde con su carácter de única. La objetivación de lo diferente en el objeto no conserva, no consuma, su valor representativo: es el des­cubrimiento de un carácter meramente lógico, o sin corres­pondencia real. Lo únicamente objetivo es algo negativo, o mejor, límite del conocimiento. El carácter de único, al ser referido al objeto, se descubre como límite. En efecto, si en virtud de la diferencia se considera únicamente al objeto, inevitablemente el objeto es considerado como todo –se trata de consideración precisiva–», Evidencia y realidad, 221.
[180]  El acceso, 91.
[181]  El acceso, 107.
[182]  El acceso, 109.
[183]  A la repercusión del intelecto sobre la sindéresis Polo la denomina redundar en el vol. II de su Antropología trascendental.
[184]  Los sentidos externos son cinco, y de menos a más cognoscitivos son: a) el tacto, que es plural, con soporte orgánico repartido en todo el cuerpo, y cuyos sensibles propios son lo rugoso-liso, cálido-frío, etc. b) el gusto, que es una especie de tacto, con soporte orgánico en las papilas gustativas de la lengua, y cuyo objeto propio son los sabores: dulce-salado, amargo, ácido, etc. c) el olfato, con soporte orgánico en la nariz y fosas nasales, y cuyo objeto propio son los olores; d) el oído, con soporte orgánico en los oídos y cuyos objetos propios son los sonidos; e) la vista, cuyo soporte orgánico son los ojos y sus objetos los colores.
Los sentidos internos son cuatro; de menos cognoscitivos a más son: a) el sensorio común o percepción, cuyo soporte orgánico es el sistema nervioso a nivel cerebral donde se da la unificación nerviosa; su objeto propio son los actos de los sentidos externos: ver, oír, etc. b) la imaginación, con soporte orgánico en la corteza cerebral; su objeto propio son las imágenes sin intención de tiempo; c) la memoria sensible, también con la corteza cerebral como soporte orgánico, y cuyos objetos propios son los recuerdos sensibles; tiene intención de pasado. d) la estimativa en los animales, cogitativa en el hombre, con soporte orgánico asimismo en la corteza cerebral, sus objetos propios son los proyectos concretos; su intención es de futuro. Polo la describe aquí la estimativa como «la síntesis de las facultades sensibles», y la cogitativa como «la condición de determinación de la presencia», El acceso, 117.
[185] Cfr. Curso de teoría, vols. I y II.
[186]  El acceso, 112.
[187]  «La detectación de la presencia mental como límite es perfectamente solidaria de su abandono», El acceso, 107.
[188]  «El concepto no es la única dimensión del saber», El acceso, 34.
[189]  «Al llevar a cabo el abandono del límite mental, el principio trascendental no se guardará implícito, sino que se advertirá», El acceso, 107.
[190]  Curso de teoría, II, 221.
[191] El acceso, 27.
[192]  Se puede señalar que de Leonardo Polo no sólo se aprende mucho a filosofar de su magisterio y publicaciones, sino también de tantos detalles de su comportamiento humano dignos de elogio: su paciencia al enfocar los problemas; su constancia al enfrentar los más arduos asuntos; su apertura a todos los pensadores y estudio de sus obras con afán de aprender; su no tomarse los desplantes a título personal; su actitud de salvaguardia de la libertad de cada quién; su defensa pacífica y leal de la verdad; su saber ver de cada pensador o persona su mejor lado (interpretación in melius); su optimismo jovial -casi infantil- ante lo agradable y adverso; el olvido de su yo; el desapego respecto de su propia obra filosófica; el dejarse llevar y traer para dar cursos y conferencias a los lugares más necesitados, su visión lúdica, etc.
[193] Con todo, como muchos pensadores no acaban de descubrir el conocimiento habitual, tampoco son excesivamente conscientes de su propio estado de perplejidad, lo que es para ellos una especie de consuelo al estilo de una docta ignorancia.
[194]  Cfr. El acceso, 29. «El proyecto hege­liano de que el objeto no sea sólo objeto, sino también sujeto, formula un método para salir de la perplejidad que es un espejismo», El ser, I, 259.
[195]  Cfr. El acceso, 28.
[196]  Cfr. El acceso, 28.
[197] «El abandono del límite mental, como método en que la actividad se advierte, no queda sujeto a la amenaza de un restablecimiento del límite, ni obligado a contemplarlo siempre como eventualidad contra la que reac­cionar, sino que se resuelve culminarmente en tema, abso­lutamente fuera de la suposición y de la perplejidad. El valor culminar de la noción de Incausado se define como supera­ción de la suposición, no como algo más que la causa cau­sada. Lo definitivo del abandono corre a cargo, por así de­cirlo, del tema, y no consiste en una terminación de la advertencia en el –hipotético– cauce de la atención humana», El ser, I, 273.
[198]  El ser, I, 81.
[199] «Ni siquiera la noción de perplejidad es una averiguación bastante acerca del límite», El acceso, 75.
[200] El acceso, 27.
[201] Cfr. Hábitos y virtud (I-III), Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999; “Los hábitos intelectuales según Leonardo Polo”, Anuario Filosófico, 29, (1996), 2, 1017-1036; “El hábito de sabiduría según Leonardo Polo”, Studia Poliana, 3 (2001), 73-102.

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