1. Jorge Mario Posada e IndalecioGarcía

Publicado en FALGUERAS-GARCIA-PADIAL (coords):

Futurizar el presente. Estudios sobre la filosofía de Leonardo Polo.

Universidad, Málaga 2003; pp.283-302

Resumen. Con base en una sugerencia sobre la condición suscitada de la voluntad en la esencia de la persona humana, se propone distinguir el querer —lo voluntario— respecto del amar —dar y aceptar— tanto como de la peculiar repercusión afectiva de éste, y uno y otro como actividades intelectuales —y, por supuesto, libres—, distintas a su vez de las maneras de actuar que parten del sentir, el comportamiento tendencial, las pasiones y sentimientos. Se glosan —libremente— algunas averiguaciones de Leonardo Polo. Una primera versión de este artículo apareció en Pensamiento y cultura 4 (2001) pp. 87–99, revista del Instituto de Humanidades de la Universidad de La Sabana (Bogotá, Colombia).

 

Sumario. 1. Distinción entre querer y amar 2. Tendencias y pasiones 3. Querer el bien a. Bien como otro que el ser b. Potencia voluntaria c. Voluntariedad nativa d. Voluntariedad racional 4. Donalidad del amar

1.      Distinción entre querer y amar

La voluntariedad del actuar humano, que puede ser elevada a la donalidad del amar, distingue al hombre de otros vivientes, puesto que, tanto como el amar, solamente puede conducirse entendiendo. El querer, pero sobre todo el amar, nacen desde lo íntimo del corazón humano y comprometen entera a la persona, de modo que no pueden excluir la intelección[1].

Amar y querer son actividades distintas por más que en la vida humana no se puedan separar. Su distinción es difusa incluso en planteamientos filosóficos clásicos cuando es cifrada en una pretendida escala gradual de lo voluntario, confundiendo a la par la voluntariedad, no menos que el amar, con una tendencia superior hacia el bien: el amar y el querer se distinguirían entre sí por el bien al que se dirigen, y ambos del tender en cuanto que éste se vierte hacia bienes inferiores. Sin embargo, en la medida en que avanzan inteligiendo, el querer y el amar son distintos del tender y del apasionarse, para los que basta sentir.

Si bien el hombre, como los animales, actúa tendencialmente, querer y amar no equivalen a desear o apetecer, ni a sentir emoción o a apasionarse, aun cuando pueden involucrar esas actividades de nivel sensible inseparables de cierta afección orgánica. Matizadas por la sensibilidad apasionada, las tendencias pueden ser investidas de voluntariedad o, más aún, otorgadas a manera de don según el amor. No obstante, por incluir el inteligir, el querer y el amar son estrictamente espirituales, y la afectividad que los sigue es más profunda, y eleva hasta su nivel las emociones y pasiones que acontecen según el mero sentir.

2.      Tendencias y pasiones

Tender comporta encontrarse atraído por una realidad sentida que, al ser deseada, incita a actuar de una manera determinada. Equivale al apetito sensible, es decir, a la inclinación efectiva del comportamiento provocada en la medida en que lo percibido se estima como conveniente o como nocivo para el propio vivir orgánico. La pasión, por su parte, no acontece sin el tender: se le añade y lo diversifica; tender con pasión no es igual a tender sin más. Y de un modo u otro la tendencia es acompañada de sentimientos[2].

El comportamiento de los animales se sigue de lo que percibiendo sienten. En el momento en que lo percibido se discierne de lo fantaseado o soñado, despunta un movimiento regido intrínsecamente por el tender. Comportarse de acuerdo con tendencias incitadas a partir de percepciones equivale a seguir el instinto. En virtud de su constitución genética el animal está dotado para que el tender —inserto en sus acciones corporales porque las arrastra— se despierte ante determinadas características percibidas en el medio y en los vivientes que lo rodean; y, si puede imaginar o recordar, se le posibilita cierto control de las tendencias a través del aprendizaje.

La dotación hereditaria condiciona la disposición de la actividad cerebral, por lo que a partir de lo percibido, con base en la continuidad del sustrato neuronal que interviene, procede una secuencia de actividades, también sensitivas, según las que se desencadena el comportamiento tendencial. Se requiere la estimación de lo percibido, pero de ordinario hace falta asimismo un esquema espacio-temporal imaginado de acuerdo con la formalización de las proporciones de los perceptos. En la estimación intervienen además la memoria y la expectación, modalidades temporales de la conciencia sensible[3].

El animal estima lo percibido como conveniente o por el contrario como nocivo para su bienestar vital. Dicha estimación dispara la tendencia y la involucra en el comportamiento. El dinamismo tendencial no es previo ni separado respecto de las acciones corporales. Tender equivale a moverse de acuerdo con la estimación de lo percibido, entreverando esa estimación, a través de su sustrato neuronal, en el complejo de la actividad cerebral que controla el funcionamiento orgánico. En atención a lo percibido —integrando en él lo aportado por la imaginación, la memoria y la expectación— sobreviene el comportamiento tendencial, regido por el instinto o, en último término, por la dotación genética, aunque también por la experiencia, más o menos asimilada de acuerdo con el desarrollo cerebral[4].

Cuando el comportamiento tendencial es apasionado más fácilmente aún se confunde con el querer o con el amar. Las pasiones se distinguen de las meras tendencias modulándolas en la medida en que la estimación de lo percibido impele al cuerpo más o menos, o de un modo u otro, en acciones de prosecución o de apartamiento. En correlación con que el animal requiere lo necesario para conservar su vida y perpetuar su especie, se halla genéticamente dotado para que la percepción y estimación del alimento o del atractivo sexual convoque al cuerpo entero en la tendencia. Por tener una base neuronal —y al cabo genética— la pasión, a través de su componente orgánico, añade a la estimación de la conveniencia o nocividad cierto tono tendencial del comportamiento, como la vehemencia o la parsimonia. El terror paraliza o la audacia espolea la actividad corporal; lo estimado como conveniente pero arduo, o nocivo y además temible, o como inminente en lugar de lejano, evitable o inevitable, afecta el comportamiento tendencial con pasiones distintas.

En definitiva, diversificado por las pasiones, el tender influye en el comportamiento animal con base en la coordinación de las distintas instancias del conocimiento sensitivo desde su componente cerebral, entre las que es preciso contar la propiocepción. Mediante las pasiones el organismo es de diversas maneras entreverado en el actuar. La pasión modula la tendencia en vista del modo como lo conveniente o lo nocivo es percibido y estimado en función del propio estado orgánico[5].

La diversidad de tendencias y pasiones es en el hombre mucho más rica que en el animal, y admite un control más versátil precisamente a través del querer y del amar, a pesar de que el comportamiento tendencial apasionado a veces polariza o absorbe la entera actividad humana. En virtud de la riqueza y complejidad de su dotación genética dispone el hombre de mayor amplitud cerebral que el animal, y más plasticidad del sistema neuronal, por lo que su instinto apenas queda determinado: la concreta situación orgánica dentro del medio físico restringe menos el activarse de la conducta humana según las tendencias y pasiones. Además, el hombre optimiza el comportamiento tendencial y apasionado al organizarlo a través de la articulación de medios o fines, es decir, racionalizándolo, o bien asignándole un valor simbólico. De ahí que sea tan vasta la facultad humana de adaptación técnica del medio o de expresión artística.

Con todo, es plausible considerar la racionalidad humana tecnológica y cultural a manera de vértice del proceso evolutivo, al menos en cuanto que en gran medida depende de la mayor organización del funcionamiento cerebral: gracias a esta capacidad el hombre sería el mejor complexionado de los animales. Por eso la racionalización de las tendencias y las pasiones, si bien es exclusiva del hombre, no destaca de manera suficiente lo radicalmente humano en la conducta[6].

Más que la variedad y flexibilidad de las tendencias y pasiones debida a un sustrato sensorial neuronal sumamente complejo, e incluso más que la racionalización y simbolización del comportamiento, hace falta tomar en cuenta la profunda mudanza de las acciones tendenciales humanas debida al querer y el amar, que, por comportar intelección, son actos ajenos a la vida del animal. Incluyéndose en la actividad tendencial y pasional, el querer y el amar la liberan de condicionamientos, y así la dignifican. Liberar las tendencias y pasiones equivale no a eliminarlas, sino a disponer según ellas, dominándolas a través de la deliberación racional antes que despótica, políticamente, según decía Aristóteles.

En suma, la estricta humanización del tender apasionado, en cuanto que en la dirección o guía de la conducta depende de lo nuclear del hombre, es debida al querer y, más hondamente aún, al amar, en la medida en que uno y otro comportan el inteligir; y de esa manera son libre manifestación o exposición de la intimidad personal, que también nuclearmente es intelectual.

3.      Querer el bien

La actividad voluntaria se reconoce claramente en el arbitrio electivo, es decir, en la razón práctica o decisión racional, donde el querer sigue al inteligir —no al sentir— involucrándolo, «portándolo» dentro, o consigo, al inducir en la conducta una deliberación y un imperio en torno a lo que se ha de intentar y lograr actuando. Pero es preciso dilucidar el componente intelectual del querer, antes que en la fase racional, desde su despuntar en el conducirse propiamente humano.

El inteligir se inserta en el querer deliberado a partir de dos momentos o fases inescindibles. La primera corresponde a la suscitación de la voluntad de acuerdo con la iluminación de la estimación sensiblea manera de comprensión intelectual de lo otro que es posible añadir o aportar al ser. El logro de lo otro que el ser equivale al bien. De la suscitación intelectual de la voluntad como guarda de esa iluminación se sigue de inmediato, en una segunda fase, la voluntariedad nativa —aunque no sin más innata—, que acompaña sin más a la potencia voluntaria como acto primordial de querer.

A partir de ese doble momento nativo procede la voluntariedad racional, inaccesible sin la nativa, correspondiente a la escogencia intelectual —razonada— de un bien concreto entre otros, en cuanto que se inserta, como decisión, en la actividad puesta en marcha. Sólo cabe decidir y actuar voluntariamente, es decir, procurar un bien concreto, si acontecen tanto la intelección del bien en su irrestricta amplitud —según la que la voluntad es suscitada y desde la que emana la voluntariedad primordial— como el discernimiento consiliativo —racional— de distintos bienes particulares.

a.      Bien como otro que el ser

Para discernir los distintos momentos de la actividad voluntaria es menester detenerse en la noción de bien destacando su índole exclusivamente intelectual. El inteligir avanza buscando y encontrando lo verdadero, y sólo ulteriormente se ocupa de discernir lo bueno. El hombre vive avanzando en la verdad en la medida en que la luz de su propio ser y esencia deja inconsumablemente abierto el ser y la esencia de lo extramental, a la par que suscita la luz con que transparenta y aclara su propio ser y esencia. En esa lucidez multidimensional brilla la verdad de lo real.

Sobre esa verdad, o contando con ella —y solamente así—, el inteligir puede entender la añadidura a lo real, es decir, lo otro que el ser —o que la esencia—, y otro asimismo con respecto a la verdad —en cuanto que ésta es lo que de la realidad luce al inteligir—. Entender lo otro que el ser comporta cierta creatividad del inteligir humano, pues además de notar lo que es, ha de idear o proyectar lo otro que es posible llevar a cabo. Eso otro es de entrada el bien: la ganancia en el ser, lo otro que lo real, en tanto que entendido y logrado.

En su sencillez, la noción de lo otro —otro que el ser, y, consiguientemente, que la verdad— equivale, en orden a su realización, a la de bien. Y ya que el ser nunca está definitivamente consumado, tan trascendental como él —y como la verdad— es el bien. El bien es lo otro —o lo que se añade— con respecto a la verdad y al ser —esto es, lo otro trascendental—. Pero la tematización del bien en su amplitud irrestricta e inacabable no acontece sin la luz del inteligir —sin la luz de la verdad—. Por eso, de modo paralelo a como el encuentro de la verdad fomenta el buscarla, la intelección del bien sin restricciones no se agota con la comprensión de ningún bien concreto. A lo otro que el ser y que la verdad —el bien— le corresponde ser inteligido, no menos que a la verdad, por lo que se abre sin restricciones ante el inteligir humano, y quizá aun más que la verdad por su índole de otro.

De ahí que, tomado como lo otro que el ser, el bien no sea sin más una reiteración, ni apenas lo distinto con respecto al ser; y ni siquiera se reduce a lo complementario, conveniente o compatible con el ser o la esencia de que se trate. Eso, en la medida en que es inteligido, es un valor. Mientras que lo otro sin más, inteligido como logro plausible o como ganancia asequible con respecto al ser —y a la verdad—, es el bien[7].

Por consiguiente, el bien como lo otro que el ser es una noción intelectual que en su irrestricta apertura, y sobre todo en su inexhaustibilidad por parte de ningún bien concreto —ningún bien agota lo otro o el bien—, excluye que pueda ser objetivada. Lo otro que lo real tampoco comporta negación: no es lo irreal —lo otro no es opuesto ni, en rigor, distinto a lo real—, sino lo añadible al ser: la adquisición o logro que es susceptible de venir a ser. Y en eso sin más estriba lo bueno[8].

En definitiva, el bien es, antes que nada, tanto como la verdad, una noción inteligida, entendida. Pero es un tema intelectual distinto de la verdad en cuanto que se cifra no sin más en inteligir el ser —aunque lo requiere—, sino en inteligir lo otro que el ser. El bien de la vida esencial humana, no menos que el aportado por el hombre a la esencia extramental, se ha de proyectar o idear[9].

No obstante, no se queda el bien en mero tema de intelección, pues ha de ser conducido a ser, a ser real: exige realizarse, lograrse y, cuando es pertinente, ser procurado. En la vida humana el bien es asunto de quererlo, cosa voluntaria: el bien sólo es real cuando es querido, y sólo es querido «en realizándolo»; no basta con inteligirlo[10].

En consecuencia, la noción de bien o de otro, en solidaridad con el intentarlo, sólo tiene cabida —así como la noción de verdad y su lucir— en el actuar del hombre, no en el del animal. El animal es escueta e ingenuamente realista, pues se limita a acomodarse al entorno —o, si tiene imaginación, a acomodarlo a su situación—; no se afana por abrir nuevas alternativas ni se le ocurre arriesgar la estabilidad conquistada. El hombre, por el contrario, está abierto a más otro, y no se contenta con el intento de nada. Sólo irrestrictamente se vive en apertura al bien como lo otro en cuanto que tal[11].

b. Potencia voluntaria

El bien es asunto del vivir humano si interviene la luz intelectual. El inteligir comporta luz como estricta realidad —sin metáfora—, porque se acompaña al avanzar, es decir, por ser consciente sin reflexión. Acontece, por lo pronto, la iluminación del conocimiento sensible. Iluminar la percepción y la imaginación permite inteligir inductivamente a través de lo que suele llamarse idea u objeto mental abstracto. Pero cabe iluminar asimismo la estimación sensible que, de acuerdo con la noticia acerca del propio estado orgánico, valora la conveniencia o nocividad de lo ajeno al cuerpo. Al intervenir esta nueva luz iluminante, en lugar de una objetivación de la realidad estimada como conveniente o nociva —lo que reiteraría el abstracto sobre lo percibido—, reluce la intelección de lo otro que el ser, es decir, del bien[12].

La estimación sensible comporta de entrada un discernimiento de lo percibido como distinto con respecto al propio cuerpo y, consiguientemente, el discernimiento de si lo favorece o daña. Al iluminar la estimación de lo percibido como distinto, se intelige lo otro sin más, es decir, sin respecto al organismo propio ni a nada concreto, y por eso sin sentar ninguna valoración. De ahí que la noción de lo otro o del bien a secas, más que abstracta —o que universal o general— sea trascendental.

Ahora bien, la luz sobre la estimación sensible es una iluminación intelectual guardada en el vivir esencial humano, puesto que no caduca cuando cesan o pasan las estimaciones sensibles iluminadas en cada situación orgánica. Con la guarda de esa luz iluminante queda abierto sin restricciones el «campo» del bien o de lo otro que cae bajo el poder de la actividad humana, es decir, lo que al hombre le resulta posible procurar: el bien voluntario. Por eso dicha guarda equivale a la suscitación de la potencia de querer —la voluntad—, a manera de instancia nativa en la vida esencial de la persona humana.

La potencia voluntaria es, pues, la luz intelectual que ilumina la estimación sensible en la medida en que es guardada en la esencia humana —o como esencia—. Pero no acontece sin la estimación sensible, puesto que la ilumina. De donde la voluntad es en cierta medida una potencia natural —aunque, mejor, nativa—. Como potencia nativa en la esencia humana, la voluntad es espiritual por ser una luz intelectual iluminante del bien como lo otro que el ser y que la verdad, y, paralelamente, es una potencia del alma humana, suscitada en cuanto se ilumina la estimación sensible.

Cuando una estimación sensible es iluminada, luce la comprensión intelectual de lo otro sin restricciones: de lo otro no sólo con respecto al propio organismo, ni en su condición de conveniente o nocivo, sino de lo otro sin más, abierto con miras a cualquier realidad y en cualquier situación. La comprensión de lo otro, intelectual por ser apertura irrestricta, es guardada en el vivir esencial del hombre sin ceñirse a lo estimado sensiblemente. Y esa luz guardada es la voluntad[13].

Con todo, aun siendo la voluntad una potencia o posibilidad real nativa suscitada según la guarda de la intelección del bien como lo otro que el ser —trascendental, en vista de su apertura irrestricta—, no es de suyo una potencia activa, es decir, una capacidad o facultad de actuar, ni mucho menos puede reducirse a una tendencia. Tampoco es la voluntad una inclinación natural, dirigida al bien en su amplitud trascendental, pues una inclinación hacia lo irrestricto es inviable. Más desacertado todavía es entender la potencia voluntaria como impulso espontáneo, es decir, como fuerza o dinamismo informe, pues aparte de la inviabilidad de una inclinación hacia lo indeterminado, una fuerza —espontánea— habría de ser extramental, física, por lo que de suyo su ejercicio excluiría la intelección.

Por tanto, aunque el hombre posee tendencias y pasiones, y puede comportarse según ellas, cuenta además en su esencia, a partir de la iluminación intelectual de la fase estimativa de la sensibilidad, con una intelección irrestricta e incondicionada en torno al bien como lo otro que el ser, desde la que se torna realmente posible el intento activo de eso otro, a saber, la voluntaria procura de un bien particular. Y por ser suscitada de acuerdo con la guarda en la esencia humana de la iluminación del estimar sensible, la voluntad comporta que la sola tendencia sea ineficaz para el intento y el logro del bien estimado, porque al tematizar lo otro dejándolo abierto sin restricciones, ya no es viable tender hacia ello: lo otro sin más no es nada intentable. La suscitación de la voluntad desactiva el comportamiento tendencial como dinamismo natural, instintivo.

Al equipararse con una irrestricta apertura intelectual al bien como lo otro que el ser, la voluntad, ella sola, no es activa, es decir, no principia ninguna apetencia o comportamiento tendencial, ni está sujeta a pasiones. Por eso la potencia voluntaria necesita del inteligir desde luego para ser suscitada —es una luz intelectual—, pero aún más para ser activada según el intento de cualquier bien en concreto. La voluntad es una potencia pasiva, pero, más aún, puramente pasiva, no sólo porque desactiva cualquier dinamismo tendencial de nivel natural, sino sobre todo por requerir ulteriores iluminaciones intelectuales en torno a lo bueno en particular. De ahí que la voluntad no se equipare con un dinamismo atávico hacia el bien —tomado éste como fin presupuesto o predeterminado—, y ni siquiera hacia la felicidad.

La voluntad sola no «ejerce» ninguna actividad. En rigor, la voluntad no es un principio de actos.Además de comportar la desactivación del comportamiento tendencial, como luz intelectual que tematiza el bien trascendental es una mera posibilidad real de querer bienes concretos —esto o aquello otro que cabe añadir al ser—. Puesto que el bien en su estricta amplitud ni es asequible ni puede ser procurado mediante ningún acto de quererlo, la voluntad sola no quiere ningún bien concreto; por eso es puramente pasiva.

En suma, según su condición nativa la potencia voluntaria estriba sin más en la irrestricta apertura intelectual al bien, guardada en la esencia de la persona humana, de modo que carece de cualquier «actuosidad» distinta de la iluminación de lo otro irrestricto, de la que ella es la guarda: carece de tendencia y de intento y, más aún, de actuación o acción; por sí sola no es principio de procura activa de ningún bien concreto. Aun así, la voluntad es la apertura intelectual requerida para poder intentar cualquier logro en tanto que bueno, es decir, como otro que el ser, y no sólo por su conveniencia para la vida orgánica en una precisa situación; de ahí que sea una potencia nativa en el vivir esencial del hombre: con ella «nace» el poder humano sobre el bien.

c. Voluntariedad nativa

La voluntad es puramente pasiva con respecto a actos voluntarios «intencionales», es decir, actos por los que se intentan bienes, ya que la luz intelectual según la que ella es suscitada desactiva el tender natural. Tampoco mediante esa iluminación es viable intentar el bien trascendental tematizado, ni esa luz basta para discernir bienes particulares.

Sin embargo, aun siendo la voluntad una potencia puramente pasiva para intentar bienes concretos, ella sola es acompañada por un querer primordial, la voluntariedad nativa, que sin cifrarse en el intento de ningún bien particular —y sin ser un acto «principiado» por la voluntad—, comporta querer que según el querer se quiera el bien sin restricciones mediante un querer querer más, o sea, un querer querer más bien. Este acto voluntario primordial incluye un imperio por el que nada se intenta, pero que rige cualquier intención volitiva. Dicho imperio equivale a la manifestación de la índole intelectual de la voluntad. De este modo, la voluntariedad nativa no es intencional sino «curva»: por ella no se quiere un bien, sino que se quiere querer[14].

El inteligir según el que es suscitada la voluntad es el que se inserta en el querer nativo, a saber, la tematización de lo otro —del bien— sin más e irrestrictamente, y estriba en imperar que el querer quiera sólo si queriendo se abre a querer más, es decir, a querer más otro —más bien—, a no restringir la amplitud de lo otro que el ser, el bien trascendental. Comportando apertura irrestricta, la voluntad no se queda en un mero entender lo otro, sino que esa intelección se vierte en el imperio —o exigencia— de que cualquier intento de bienes concretos amplíe el poder de intentar más bienes, más bien. El querer nativo involucra ese imperio: un mandato u orden intelectual que impera querer que cualquier querer favorezca querer más, es decir, que obliga a querer abriéndose sin fatiga a la irrestricción con que campea la comprensión intelectual del bien —de lo otro—. A través del querer nativo la voluntad interviene en la actividad humana y le confiere poder. Se manda querer, y se quiere, que el querer acontezca sólo si mantiene la apertura irrestricta hacia el bien.

En suma, si la iluminación de la dimensión sensible del dinamismo tendencial, por la que se tematiza irrestrictamente el bien en cuanto que otro respecto del ser, se guarda en la esencia de la persona humana como voluntad, esa luz es acompañada por el imperio incluido en el acto voluntario nativo, que por eso estriba en querer querer sin perder la irrestricción del bien tematizado: querer querer más, querer querer más bien. Es un querer nativo, aunque no innato, ni tampoco instintivo a manera de tendencia natural, pues obedece al imperio consiguiente a la iluminación del estimar sensible involucrado en tendencias y pasiones, iluminación cuya guarda en la esencia humana es la potencia voluntaria bajo la condición de luz que deja abierto el bien sin restricciones en tanto que otro que el ser.

Por tanto, al ser suscitada la voluntad como potencia humana esencial y a la par nativa, de inmediato procede un acto voluntario primordial. Este querer, también nativo, porta consigo el imperio —que es asimismo luz intelectual— de que cualquier acto de querer lo otro concreto no restrinja querer más otro, querer más. La apertura irrestricta a lo otro traducida a mandato e inserta en el querer nativo ordena y obliga querer no algún bien determinado sino querer querer el bien sin restricciones, querer querer sólo si, queriendo, se puede querer más.

Querer querer el bien sin restricciones equivale a querer querer más, voluntariedad nativa y primordial que sin más resulta de la voluntad suscitada como irrestricta e incondicionada apertura intelectual al bien, sin ser principiada por ella. En virtud del imperio incluido en la voluntariedad nativa, cualquier bien concreto es insuficiente para el hombre, porque desde la intelección de la amplitud trascendental de lo otro se conoce que ningún bien concreto la agota. Por eso el querer nativo es el verdadero poder de la voluntad[15].

d. Voluntariedad racional

La voluntariedad primordial no es una imprecisa relación —y menos aún tendencial— con algo abstracto, general o universal, pues, por una parte, el bien equiparado con lo otro, aunque sea irrestricto, sólo puede ser querido en concreto; y, por otra, porque el querer nativo se cumple no queriendo un bien sino queriendo que el querer quiera querer más. Puesto que la voluntariedad nativa es curva, quiere sin intentar ningún bien concreto, ya que quiere querer: quiere que el querer no obture la apertura irrestricta al bien en que estriba la voluntad. Aunque lo otro que el ser, el bien, es trascendental tanto como el ser, y aunque, en su condición como otro es además incompletable, inclausurable, no por eso es indeterminado, vago o confuso: lo otro es bueno sólo si esto o aquello en concreto se puede añadir al ser. Lo otro es irrestricto, pero su logro ha de ser particular, concreto, preciso. De ahí que el bien exige no sólo ser entendido como otro que el ser, pues se ha de lograr: ha de ser realizado o procurado en concreto.

Por consiguiente, para actuar intentando un bien entre otros es insuficiente la sola voluntad, es decir, la comprensión intelectual del bien sin restricciones, y ni siquiera basta el querer primordial que acompaña nativamente a la voluntad. Se requiere una ulterior intervención del inteligir, esta vez de índole racional. Y es así como el acto voluntario respecto de un bien particular reporta una intelección doble: una que despierta el querer nativo —querer querer más o más bien—, y otra por la que —queriendo querer más— se quiere ese bien concreto. Este último acto intelectual equivale al arbitrio o decisión racional.

La tematización irrestricta del bien posibilita decidir que algo concreto, ideado o proyectado, es bueno en la medida de su apertura a más bien. Y asimismo posibilita valorar ese bien de acuerdo con la conveniencia u oportunidad con respecto a cualquier situación real del propio vivir. De ese modo el querer nativo abre paso al querer racional, no menos que a la valoración.

Por tanto, la voluntad como apertura irrestricta e incondicionada al bien, y el querer querer que la sigue, dan razón de la libertad en la vida voluntaria, es decir, del libre arbitrio con respecto a los bienes concretos, en cuanto que posibilita procurarlos mediante actos de querer ulteriores al nativo, en los que se incluye un nuevo imperio, cifrado en una intelección racional, electiva, decisoria.

La dilucidación de algo particular como bueno equivale a un discernimiento o arbitrio en torno a la posibilidad de más otro —más bien— que abre. El arbitrio estriba en la intelección —racional, razonada— acerca del «modo» en que un bien concreto expande la apertura a más bien y no ocluye ni excluye querer más. Algo se entiende bueno —y sólo así puede ser valioso— en la medida en que, a través de cierta deliberación o consejo, es entendido como abierto a la posibilidad de más bien o de más querer. Ese discernimiento o arbitrio —razón práctica— concluye o se cierra cuando se decide, eligiendo libremente, al incluir dicho acto racional, a manera de intención en la acción, en la conducta, que por eso es racionalmente voluntaria[16].

En consecuencia, el imperio que acompaña a la voluntad —equiparada con la guarda esencial de la intelección de lo otro o del bien sin restricción o condicionamiento a partir de la iluminación del estimar sensible— inviste, según la voluntariedad nativa, las conductas en torno a bienes concretos en la medida en que una razón decisoria es involucrada en esas acciones, pues la elección no tendría lugar —al menos libremente— sin la orden de mantener la apertura irrestricta del querer, por la que se quiere querer si, y sólo si, cabe querer más, querer más bien[17].

Por eso, sin atender a la voluntariedad nativa, que obedece a dicho imperio —y de ese modo lo contiene—, el querer por el que se intenta un bien concreto no sería en rigor un querer, sino un mero recaer en la tendencia sensitiva; o sería un malquerer, un pecado: querer algo queriendo evitar querer más[18].

Así, caminar una persona humana es voluntario, y no solamente tendencial, en virtud de la intervención, en las conductas correspondientes, de la voluntariedad nativa, que posibilita la voluntariedad racional con que, incluida en el actuar, éste se lleva a cabo. Sin la intervención del querer decisorio, la acción de caminar sería solamente instintiva. Pero el querer racional sería imposible si el nativo faltara, pues para procurar bienes concretos es indispensable tematizar el bien —lo otro— sin restricción, de modo que el conocimiento de lo concreto según la índole de otro o de bien pueda cifrarse en discernir que eso no estorba a la procura de más otro o más bien, es decir, de que quererlo no impide querer más. De este modo se sienta la compatibilidad de la curvatura de la voluntariedad nativa y de la intencionalidad de la voluntariedad racional.

La tendencia natural, instintiva, carece de apertura, y se rige por la necesidad, mientras que el querer incluye el abrirse del inteligir al bien sin más. Las tendencias o pasiones, aunque son intencionales, no son intentos de bienes, pues carecen de intelección. Se tiende a lo que conviene al propio vivir orgánico y la conveniencia no basta para la noción de bien. Por eso, querer es conducirse con la luz intelectual según la que se entiende lo otro que el ser y que la verdad —es decir, el bien— sin ninguna restricción, desde donde se torna viable elegir, intelectual y racionalmente, un bien restringido, o sea, decidir lo otro concreto que se aporta como ganancia en el ser.

Aunque el tender involucra la estimación sensible, que es un conocimiento acerca de algo otro en cuanto que conveniente o nocivo con respecto al propio organismo, carece de la irrestricción del imperio inmerso en el querer nativo, sin el que las acciones humanas se reducirían a instinto. Y de modo paralelo a como para la tendencia no hace falta un anhelo que anteceda a la acción de conseguir lo conveniente o la de fuga respecto de lo nocivo, tampoco en la voluntariedad se precisa de una previa tendencia supuestamente intelectual hacia el bien absoluto o último, ni acontece un «apetito electivo» de bienes particulares. En su lugar se abren paso el querer nativo y un querer racional constituidos por distintos tipos de imperio intelectual: el nativo, por el imperio inseparable de la tematización enteramente abierta del bien como lo otro que el ser, mientras que el querer electivo por una decisión racional en torno a bienes concretos de acuerdo —o no— con el querer primordial, pero nunca sin que éste falte[19].

En suma, querer equivale a actuar insertando en las acciones una luz intelectual sobre el bien irrestricto, luz que permite discernir de modo racional, electivo, los bienes concretos, también intelectualmente conocidos. Y estas luces intelectuales se insertan en las conductas según las que se procuran los bienes elegidos, distintas de los comportamientos que involucran un mero tender. Por eso, en virtud de la intelección que los constituye, son libres lo voluntario y la voluntad. Desde luego la voluntariedad es libre cuando es electiva; pero lo es más radicalmente por incluir el querer constituido por el imperio que acompaña la apertura intelectual irrestricta a lo otro —al bien— en que estriba la voluntad como potencia nativa de la esencia —y del alma— humana: por encauzar la luz de la intelección del bien[20].

1.      Donalidad del amar

En vista de que los actos de querer bienes son inviables sin la voluntariedad nativa, que traduce en imperio la luz del inteligir, emanan desde el núcleo del vivir humano. Más hondo e íntimo es el amar, pero sin equipararse con una modalidad superior del querer, ni siquiera como procura de un bien para la persona amada. Aunque amar a otra persona de ordinario comporta querer algún bien para ella, lo amoroso de esa conducta sólo despunta al dar o aceptar el bien —o la propia actividad de procurarlo—: al ofrendar un don a quien se ama, o aceptarlo de esa persona. El don es el amor con que se aman los que se aman. Se ama a personas, mientras que los bienes se quieren, por más que puedan ser elevados a dones y constituirse en amor[21].

Desde luego el hombre no puede amar prescindiendo de bienes. Para ofrecer dones hace falta lograrlos a través del querer: «obras son amores y no buenas razones». Pero lo propio del amar es la ofrenda —o la aceptación— de las obras logradas con los actos voluntarios —así como dichos actos bajo la índole de bienes —, más que el querer involucrado en su procura.

Gracias al querer el hombre produce obras, instituye la sociedad, crea y transmite la cultura: aporta bienes. El animal apenas sobrevive a través de su comportamiento tendencial: prolonga su vida y se reproduce. Si los animales se comportaran culturalmente, sus logros instintivos —como el nido o la guarida— serían susceptibles de perfeccionamiento, pues involucrarían ideas trasvasadas a las obras mediante la conducta voluntaria. La socialización y la cultura son propias del hombre en cuanto que son posibilitadas por el querer. Sin embargo, de suyo no estriban en amar. Tanto el actuar político como el productivo —técnico o artístico—, son susceptibles de ser elevados a amor, a don, pero no equivalen a amar. Lo peculiar del amar es la constitución en don de lo conseguido al actuar, o del propio actuar, así como de la capacidad operativa y, al cabo, de las virtudes, puesto que los dones del amor se logran no sólo mediante el trabajo. Incluso es viable ofrendar la voluntariedad y, más aún, la intelección; se puede amar sin procurar bienes, pues cabe vivir aceptando y dando el propio ser, no menos que la verdad con que luce, y ni el ser ni la verdad son el bien[22].

En definitiva, amar es ofrecer dones a otras personas, o aceptarlos de ellas. Y si se puede otorgar índole de don a las obras y a los mismos actos voluntarios por los que han sido producidas, también se puede amar con los actos intelectuales incluidos en ellas, o aun con los que no se vierten en voluntariedad. Amar es ofrendar desde luego lo que voluntariamente se dispone, es decir, las obras, pero asimismo el propio disponer. Incluso el cuerpo llega a ser un don, amor, en la medida en que es convocado en acciones voluntarias[23].

Amar es una actividad libre distinta tanto del querer que va dentro del actuar tornándolo voluntario, como del solo inteligir. Amar es de suyo libre, y no está subordinado a ningún otro acto. La donalidad del amar no pide ser gobernada por el querer, pero sí puede serlo el querer por el amar. El amar —dar y aceptar—, así como el amor —el don— al que el amar convoca el actuar y sus resultados, son libres sin necesidad de ser voluntarios, aunque desde luego no excluyen la voluntariedad: la elevan a don. Dar es más que querer, pues cabe dar el querer. Otorgar a manera de don algo hecho y querido —constituir lo querido y el querer en don—, se cifra sin más en amar, no en «querer amar». El dar y el aceptar propios del amar son lo más alto —y más profundo— de la actuosidad de la libertad humana, pues en su efusión integran cualquier acto dispositivo o manifestativo de la intimidad personal, desde luego el querer, pero aun más directamente el inteligir[24].

En consecuencia, es neta la distinción entre amar y querer, pero no excluyente. El que ama busca querer más para poder ofrecer más; el amar es ingenioso, requiere empeño en querer más y, sobre todo, exige crecer en virtudes, que son los bienes más altos que es viable querer, pues más que obras o actos voluntarios buenos, las virtudes son la bondad de quien quiere. Por eso el que en su amor da lo suyo ha de ofrecer virtudes siempre mejoradas y mejorables[25].

En definitiva, el mayor acicate para la virtud —así como el criterio ético más alto— no es el propio provecho ni mejora, sino el ofrendarse a la aceptación de la persona amada. De ahí que la amistad sea la cumbre de la virtud; y más que una concertación en torno a bienes queridos, es un intercambio de dones, de favores: de amor[26].

El amar no excluye el querer ni la intelección del bien que involucra, sino que los eleva a la condición de don: puede incluso donar el inteligir solo. Pero, además, en la actividad amorosa se despierta una intelección nueva y exclusiva del amar, al menos porque el ofrecimiento de las obras o actos a una persona comporta cierta intelección del destinatario como alguien que aceptaría ese don. Este conocimiento de la otra persona está solamente en el amor, en el don, nunca fuera de él.

Por tanto, amar elevando a don la libre manifestación esencial del vivir humano equivale no sin más a querer, pues desborda la procura de cualquier bien, sino en ofrendar esa actividad, o incluso el propio vivir —la propia capacidad de actuar, no menos que el actuar—, a la persona que se ama, sin cuya aceptación la vida carecería de sentido y en cuyo inteligir se encuentra la más clara lucidez del propio ser.

Si amar es ofrendar o aceptar el vivir y lo que del vivir resulta —elevar la vida a don—, cuando un acto o una obra se ofrece a la aceptación de una persona, el amar desde luego se incoa, pero el don, el amor, se cumple tan sólo si es aceptado. Una ofrenda inaceptada malogra el don: «mata» el amar. Elevar actos y obras a la condición de don requiere la aceptación de la persona a que se ofrecen. Querer en soledad es viable, pero no amar a solas, sin respuesta de amor: no es don la ofrenda que no es amorosamente aceptada. Por eso sin amistad no es real el amor[27].

En el orden sobrenatural sólo la amistad —donde se cumple el don que es el amor— puede ser elevada a caridad, mientras que no directamente el querer, y ni siquiera el inteligir. La caridad es entrar en amistad con Dios. El juicio divino sobre la vida de cada hombre pondera el amor con que se ha vivido, el don ofrendado a Dios y de Él aceptado, tanto como la donalidad con respecto a los demás hombres.

Si el amor es lo más profundo del corazón humano, su afectividad —la felicidad o el gozo que, no menos que el dolor, lo acompañan— es superior a la de la sola sensitividad. Los gozos más arraigados se viven cuando el don ofrecido es aceptado por la persona amada o cuando se acepta el don que ella da. La afectividad espiritual brota límpida en la vida del hombre con la aceptación o el rechazo del don, y repercute en el cuerpo entero [28].

Cuando la distinción entre el querer y el amar es insuficiente, la actividad culminar de la vida humana, según la que el hombre alcanzaría la felicidad, se presume voluntaria, a manera de fruición o disfrute del bien supremo en tanto que poseído. Pero la idea de poseer acabadamente un bien supremo es incompatible con la noción de bien como otro que el ser, desde la que Dios es tematizado como absolutamente otro, es decir, como inasequiblemente bueno para cualquier voluntad (nadie, nada es bueno sino sólo Dios, decía Jesús al joven rico).

Por otra parte, un pretendido acto voluntario de adepción del bien supremo cancelaría la voluntad nativa —que estriba en querer el querer si y sólo si el querer querido permite querer más, querer más otro—, y tornaría vana cualquier decisión racional: deliberar y elegir, actividades que la felicidad no tiene por qué amputar. Pero, sobre todo, un acto voluntario de esa índole sería necesario, no libre, y excluiría la lucidez del inteligir y la donalidad del amar[29].

La actividad culminar de la vida humana, que redunda en el más alto gozo, más que en un acto de querer —aunque no se ama a Dios, ni a nadie, sin obras— ha de cifrarse en la libre actividad del amar —así como en el inteligir que el amar comporta—, cuando es ratificada por el Amor divino, que por lo demás la precede creativamente: el hombre es libre para amar a Dios porque Dios lo ama de antemano, como se indica en la primera Epístola de San Juan.

Jorge Mario Posada

Jorge.posada@unisabana.edu.co

Indalecio García

indagar@hotmail.com

 
[1]. Prosiguiendo heurísticamente tesis de la filosofía clásica antigua y moderna, Leonardo Polo tematiza la voluntad y lo voluntario articulando la intención volitiva, entendida como intención de otro —o de bien—, y la curvatura de la voluntariedad —sin reflexión—, entendida como un quererse queriendo al querer. Paralelamente, articula la voluntariedad nativa —o simple querer— como querer querer más, con la voluntariedad racional —o querer electivo— como intención en la acción. Asimismo, encuentra la coherencia de esas nociones con los temas estrictamente cristianos al proponer la amistad como cima de las virtudes morales, y destaca la donalidad del amor, mostrando que, más que en la voluntad, radica en el ser personal.

El planteamiento de Polo se diferencia del antiguo y medieval —entre otras cosas— al no postular que una actividad voluntaria, la fruición del bien, sea culminar en la vida humana, es decir, que a través de ella se logre la felicidad, ya que, aun desde la apertura irrestricta al bien, la voluntad sólo intenta bienes concretos. Frente a las tesis modernas muestra que la voluntad de ninguna manera implica reflexividad, por lo que no es espontánea, pues demanda la intervención del inteligir tanto para la voluntariedad nativa como para la voluntariedad racional, que incluye el imperio de la razón en la procura de los bienes concretos elegidos.

Algunos de los lugares donde Polo ha tratado sobre distintas facetas de la voluntad y lo voluntario, así como de la donalidad del amar, son: Quién es el hombre, capítulo VI; Ética. Hacia un nuevo planteamiento de los temas clásicos, capítulo IV; Presente y futuro del hombre, capítulos II y III; Sobre la existencia cristiana, capítulo «Tener y dar», y La voluntad y sus actos I y II.
[2]. La repercusión afectiva y sentimental de la actividad sensitiva humana en gran medida viene marcada por el temperamento, que no es sólo instintivo o condicionado por la herencia, pues depende asimismo del ejemplo recibido. En algunos hombres predomina el talante temperamental propio de la audacia, cuando en otros el del miedo; mientras que unos son extremadamente sensibles o sentimentales, otros apenas se inmutan. Es patente la diversidad y la variabilidad del temple sentimental del psiquismo humano, que no obstante puede ser dirigido y moderado desde el querer y el amar, según los que se forja el carácter.
[3]. El desarrollo de la imaginación permite al animal cierto control de su comportamiento. La imaginación logra, con base en el sustrato cerebral, cierta formalización de lo percibido, por lo que la imagen —de proporciones o formas— acontece no sólo en ausencia del estímulo de la percepción: imaginar no equivale sin más a evocar. Los animales dotados con una imaginación más desarrollada formalizan secuencialmente tanto las percepciones como las fases temporales de la conciencia sensible, de manera que despliegan alguna creatividad en su comportamiento ¾pueden utilizar las cosas del entorno como instrumentos para defenderse o atacar, para aprovisionarse de alimentos, etc.¾. Dichos éxitos en el comportamiento derivan no de la dotación genética, sino de una comparación de conocimientos sensibles, según lo que se posibilita llevar a cabo cierto razonamiento concreto, que es susceptible además de adiestramiento. Con todo, la fantasía provoca tendencias sólo en la medida en que deja notar que lo imaginado no es irreal. Y comoquiera que sea, aun cuando el animal actúa coligiendo a partir de percepciones, no agrega ninguna estricta novedad a lo sentido, lo que sólo es viable desde el inteligir.
[4]. El comportamiento tendencial instintivo, apoyado en la sensitividad, es el principal recurso animal para la supervivencia, no sólo por adaptación del organismo o de su actividad al medio, sino, más aún, del entorno a las necesidades orgánicas —en las especies más evolucionadas—.

La adecuada inserción del animal en el medio a través del comportamiento tendencial es requerida en la medida en que el fin del vivir orgánico es pervivir —vivir más: si cabe, perpetuamente y de manera más variada, y mejor—. El tender se despliega a partir de la capacidad que el organismo viviente posee de tomar para sí, envolviéndola, la vida que es exterior a él, para mantenerse cohesionado como viviente. De ese modo se abre al tiempo de lo externo desde un tiempo interno, desde luego evitando extinguirse, pero además resistiéndose a perder su diferencia frente a lo que lo rodea.
[5]. La modalización pasional de las tendencias requiere no menos el enlace del sistema nervioso con el endocrino, a partir también de la dotación genética. El que un animal se defienda o ataque con viveza y agresividad expresa el tono pasional de su comportamiento tendencial, en el que, por lo demás, influyen la percepción y la estimación del propio estado orgánico, siempre involucradas en el tender. Un predador ahíto no salta sobre una nueva presa, y menos uno fatigado o deprimido.
[6]. Con todo, el evolucionismo se torna paradójico si admite que la cima de la evolución es un animal que no sólo cambia de signo o dirección la «estrategia» evolutiva —cuando en lugar de adaptar el cuerpo al medio, adapta el entorno al organismo—, sino que, aún más, hasta cierto punto detiene la evolución orgánica, o la suplanta por el desarrollo cultural.
[7]. La comprensión irrestricta de lo otro equiparado con el bien no se reduce a la de lo otro conveniente a la realidad de quien lo comprende, o conveniente a otra realidad. Cuando se intelige esa conveniencia de lo otro se añade al bien la índole de valor. Los valores son los bienes acordes con la realidad de lo humano. De ahí que los valores requieran cierta estimación intelectual. En cambio, el bien comporta una comprensión o noción trascendental, irrestricta: lo otro que el ser en tanto que va siendo logrado y, si le compete al hombre, procurado por él.
[8]. La noción de lo otro que el ser no comporta ni admite oposición: de ningún modo es dialéctica; no excluye el ser, no lo niega ni lo contraría o contradice. Mucho menos se opone el bien a la verdad, pues nada es bien sin ser entendido, sin lucir como bien.

Lo otro que el ser ni siquiera es distinto del ser, pues al añadírsele viene a ser: ningún logro de bien es definitivo, pues, logrado, el bien no es bien sino ser; con lo que el bien de ese ser es otro. Por eso el bien como lo otro que el ser es en cierto modo paradójico: no basta entenderlo, pero su logro o procura conlleva que en vez de bien «sea» ser, sin dejar de ser entendido.

De ese modo se entrevé la «actuosidad» de la conversión de los trascendentales, cuya tematización lógica o, mucho más, a través de la negación, resulta insuficiente.
[9]. Aunque el bien como lo otro que el ser —o la esencia— ha de ser intentado por el hombre en su propio vivir y en el entorno físico, el bien de lo extramental ocurre sin necesidad de la intervención humana. Por lo pronto, lo otro con respecto a la esencia extramental, su bien, es inducido por la causa final en la medida en que es principio de variación. De ahí que en el universo físico la perfección, el fin, el bien, más que en una forma determinada, está en la variación de las formas.

Con respecto al acto de ser extramental el bien o lo otro que el ser se corresponde con el carácter incesante del persistir, en virtud del que su carácter de comienzo excluye la mismidad. Con todo, por el carácter no seguido del persistir su bien no es estrictamente otro. Según esto, el bien extramental es necesario. Por el contrario, el logro del bien en el vivir humano, aunque pueda ser obligatorio, nunca es necesario: en el hombre el bien no procede de ningún principio.
[10]. El bien sólo es tal si es intentado (y en ese sentido «entendido»). Paralelamente, dicho intento (o en-tender) sólo es tal si es actuación: procura de lo intentado. No bastan las «buenas intenciones», que no pasan de ser simulacros de querer: veleidades.
[11]. Un cerebro desarrollado permite cierto comportamiento de ensayo y error para ajustarse a la situación en el entorno físico y satisfacer necesidades; pero lo otro no se abre al hombre mediante procedimientos de ensayo y error sino que le exige entenderlo —y si le compete su procura, idearlo— para llevar adelante su intento en, y a través de, la actuación.
[12]. La iluminación de la fase estimativa de la sensibilidad, tanto como la de su fase perceptiva e imaginativa, compete en la esencia humana al hábito intelectual innato de sindéresis, instaurado como ápice en el descenso del hábito también innato de sabiduría, correspondiente al núcleo radical de la persona.
[13]. La potencia voluntaria es nativa por cuanto que si bien la estimativa sensible no funciona adecuadamente sin cierta maduración de la actividad cerebral, la luz que la ilumina, que es el hábito innato de sindéresis, no falta desde el comienzo de la vida humana.

La noción de guarda de la luz según la que se conoce lo otro no debe confundirse con el mantenimiento constante o estable de la iluminación objetivada en presencia ni, por eso, con una conservación o salvación de bienes culturales, porque lo otro como tal excluye cualquier detención. Se habla de guarda, de una parte, porque el iluminar comporta vigilancia como visión y, de otra, porque supera la deriva del acontecer sensible.

Por tanto la voluntad como guarda de la iluminación de la estimación sensible no es constante o fija, ya que esa iluminación es incrementada por las luces iluminantes habituales, inherentes a las virtudes de la voluntad.

Como guarda de la mera comprensión intelectiva de lo otro que el ser en su irrestricta apertura, la voluntad puede crecer al ser dotada de luces intelectuales habituales, virtudes, que favorecen la procura del bien en distintos ámbitos o de maneras distintas. Las virtudes voluntarias estriban ante todo en la intelección, mejorable, corregible, de distintos tipos de bienes, y de distintas maneras buenas de procurarlos. Si la voluntad es suscitada por la sindéresis, no menos lo son las virtudes voluntarias —o morales—. El acopio de luz con que de ese modo se enriquece la sindéresis puede equipararse con la llamada ley natural.
[14]. La curvatura de la voluntariedad nativa se cifra en una actividad voluntaria que no es intencional: no intenta nada; solamente quiere querer queriendo que el querer quiera más. Pero ese querer querer no conlleva reflexión, pues la reflexión exigiría que un querer intencional se volviera sobre sí queriéndose. El querer querer en que la voluntariedad nativa estriba excluye cualquier vuelta hacia atrás del querer. Por eso es estrictamente activo, actuoso: es el «poder» de la voluntad.
[15]. Con todo, querer querer más, como voluntariedad nativa, no conlleva reflexión ni es espontánea; mucho menos comporta identidad. El acto de querer querer más no es un volverse sobre sí el querer; tampoco estriba en una pretendida plenitud del querer —pues en rigor el querer no admite plenitud (mientras que el amar sí puede ser admitido en la Plenitud)—. Querer querer más equivale a querer la irrestricta apertura activa del querer en cuanto que se quiere querer más bien. Por el querer nativo no se manda querer indiscriminadamente, querer querer sin más, sino querer querer más bien, más otro en el ser o, por la irrestricción trascendental del bien en tanto que otro, querer querer más.De ese modo, querer querer más o querer querer más bien no coincide con querer sin más el querer, a manera de querer poder o querer para el poder sin restricciones. No se trata de un nudo querer el querer, sino de querer que el querer no restrinja el querer más —equivalente a querer más bien—, por lo que tampoco es un querer vacío, puro, ni meramente formal.

Querer para el poder —a secas— desliga el querer respecto de lo otro —del bien—, de modo que el querer se reduce a fuerza reflexiva y espontánea, o, solidariamente, se cierra en círculo. Querer para sólo poder excluye poder lo distinto de poder: poder lo otro —el bien— y, por ende, excluye la posibilidad de poder más. La única alternativa es forzar la vitalidad del poder a remacharse en un instante circularmente reiterado, es decir, a encerrarse en la soledad del poder, que renuncia a ser crecientemente poderoso sobre el bien.
[16]. La decisión equivale a un corte del razonamiento práctico. En cuanto que el razonamiento práctico es tajantemente decidido equivale al imperio racional. La decisión o imperio racional acotan la luz intelectual que se introduce como intención en la acción, según lo que la actuación es voluntaria.

Con todo, el corte decisorio al razonamiento práctico no acontece desde algo ajeno a éste —como sería, por ejemplo, un capricho o una voluntariosidad—, sino en virtud de la soberanía de la libertad y en aras del amor, es decir, de la constitución del don.
[17]. Ni la voluntad respecto de la voluntariedad, ni ésta respecto de la voluntariedad racional, así como tampoco la decisión con respecto a las acciones en las que se involucra el intento de los bienes concretos, acontecen separadamente, aunque para entender su distinción pueda hablarse de fases. ¿Dónde está la voluntad sino en el querer primordial, y dónde está éste sino en el querer racional?, ¿y dónde está el querer sino en las acciones en las que se intenta el bien querido?
[18]. Si no involucra el querer nativo, la conducta humana se retrae al comportamiento tendencial, o bien estriba en astucia racional, pues mediante la voluntariedad racional el hombre puede desobedecer el imperio del que se sigue la voluntariedad nativa imponiendo como fin un bien particular, que no deja irrestricta la amplitud de lo otro que el ser. De este modo su actuación puede no sólo quedar dominada por el tender, sino, más aún, ser pecaminosa e incluso inicua. Como acto libre la iniquidad radica en renunciar a la voluntariedad nativa obediente a la apertura irrestricta imperada desde la luz intelectual según la que es suscitada la voluntad, y que al cabo procede de la sindéresis. Y puesto que dicha luz es un testimonio íntimo de que el origen y el destino de la vida humana está en Dios, renunciar a ella conlleva un rechazo a vivir en relación con Él.

Con todo, en rigor, es imposible renunciar por completo al querer nativo, ya que incluso cuando se pretende suplantarlo por un querer electivo, es decir, por la imposición de un bien como fin último del querer —la honra, el poder, el éxito o lo que sea—, el querer querer más se traduce en que ningún bien elegido contenta el querer.
[19]. De ahí que la voluntariedad nativa sea acompañada por cierto afecto exclusivamente espiritual: algo así como un «anhelo» insaciable de querer más, de querer querer más bien. Con todo, los afectos espirituales más altos acompañan al amor. Otros sentimientos de nivel espiritual son, por ejemplo, los provocados en la comprensión certera de símbolos o en la resolución acertada de problemas.
[20]. El querer —y, aún más, la voluntad— comporta inteligir (volo quia intelligo), pero no al revés. La libertad compete al inteligir en razón de su lucidez sin intermediación voluntaria. La lucidez del inteligir estalla sin más en la medida en que es una actividad o actuosidad que avanza acompañándose sin intervalo, es decir, conscientemente. De ahí que el aforismo medieval intelligo quia volo corresponde tan sólo a la razón práctica, cuyo avance requiere de entrada el querer nativo, pero también en cuanto exige evitar voluntariamente que las pasiones controlen la escogencia de un bien particular. El intelligo quia volo, podría indicar asimismo la necesidad de suspender voluntariamente la actividad práctica para dedicarse a teorizar. Con todo, desde el amor es viable elevar a contemplación no sólo la actividad teórica sino también la actividad práctica sin que se precise una intervención voluntaria peculiar.
[21]. En último término, sólo mediante el amar las personas se relacionan entre sí como personas, no como bienes —medios o fines—. Más que una criatura que Dios se propone como fin en sí misma, el hombre es un hijo que Él ama: en ello se cifra la dignidad de la persona humana.
[22]. Es viable ofrecer a manera de don, por el amor, lo que no hace falta querer para procurarlo, como el saber, que se logra no queriendo, sino sólo inteligiendo: el saber se conquista sin necesidad de querer nada: entendiendo sin más. Y no es imposible amar con el inteligir solo.

Con todo, la aceptación del don del saber sólo es asequible para quien, sabiendo de antemano, confía en que su saber puede ser enriquecido ¾el maestro¾, o por quien ofrece su actividad intelectual para llegar a saber la sabiduría que se le ofrece —el discípulo—, cuyo logro también enaltece el saber del maestro.
[23]. Cabe distinguir tipos de amor de acuerdo con la jerarquía de los dones ofrecidos y aceptados. Ante todo el don —o aceptación— de obras —en lo que estriba el trabajo vivido como servicio—.

Y como en la ejecución de las obras intervienen no sólo el inteligir y el querer sino también, cuando se trata de obras producidas, el cuerpo humano y sus acciones, otra modalidad del amor está en el ofrecimiento de la propia actividad. Es viable dar o recibir obras o bienes pero aun más dar o recibir el actuar y la capacidad de actuar, la virtud. Con la ofrenda de la propia capacidad productiva —técnica o artística— al colaborar con otras personas en un trabajo común, se entrega y se comparte no sólo lo que se hace sino además el hacerlo. Es un modo más alto de servir. La cooperación y la solidaridad son amorosas, amistosas, pues implican la ofrenda de la propia actividad.

Ahora bien, un tipo peculiar de amor es constituido cuando dos personas se escogen entre sí para, sin excepción, dar o aceptar cualquier don la una con la otra, es decir, para ofrendarlo o aceptarlo juntas. Es el vínculo esponsal. La persona se «esposa» cuando en todo ama con alguien, no sin más cuando ama a alguien o es amado por esa persona. Por eso el amor esponsal antes que un amor es un vínculo en el amor: no solamente se dan y aceptan dones, sino que se sella además una alianza para aceptarlos o darlos todos en compañía. Más que el don, o los dones, el vínculo esponsal es un «lugar en donde» el don: el nacimiento de la familia, pues el don es ante todo el hijo.

No obstante, ninguna criatura personal —humana o angélica— está en capacidad de dar o aceptar el ser, por entero o plenamente, a otra criatura. Entre personas humanas el amor esponsal es asequible mediante la alianza indisoluble de la mujer y el varón para elevar conjunta y mutuamente el propio vivir a la condición de don. Varón esposo y mujer esposa es alguien con quien se da y se acepta cualquier don, pero no quien da o recibe del otro el propio ser personal, que sólo puede darse a Dios, pues Él solo es capaz de aceptarlo en plenitud.

Cuando el don es la persona, únicamente cabe otorgarse a Dios —aparte de que sólo Dios puede ofrecer un Don personal—, ya que ante nadie más que Él se abre en plenitud la intimidad del corazón humano, que ningún otro puede aceptar. Es el amor más alto, desde el que inconsumablemente se vivifican y fomentan los demás. Darse y ser aceptado por entero no es posible más que frente a Dios. Quien espera ser aceptado definitivamente por una persona humana se frustra, pues ninguna criatura es capaz de aceptar sin resquicios el ofrecerse de otra —ni siquiera en su cuerpo—, en vista de que en el don, de un modo o de otro, «va» siempre la persona.

Ningún amor, ningún don, es cabal sin ser ofrecido a Dios y acogido por Él. De ahí que la caridad sea la perfección no sólo de las virtudes, sino de cualquier don o amor humano. Sin ofrecer el don a Dios, y sin esperar su acogida, carecería de sentido ofrecer nada a nadie, puesto que no podría ser plenamente aceptado.
[24]. De manera parecida a como el amar suele adscribirse a la voluntad, la libertad se entiende como una propiedad de los actos voluntarios. Sin embargo, la libertad tanto como el amar se convierten con la radicalidad de la persona sin que ésta sea su sujeto. Amar y ser «actuoso» en libertad—no menos que inteligir— equivalen a ser, no a una actividad ulterior. Si se tiene en cuenta la tesis operari sequitur esse, inteligir y amar, tanto como vivir en libertad, avanzan sin salir del ser, desde donde penetran la entera actividad humana: son trascendentales personales.

Aunque la libertad personal es más radical que la libertad de la conducta o de los «actos humanos», no es una libertad ontológica, pues la libertad se convierte con el ser personal humano, que desborda la noción de ente —tampoco la esencia humana es entitativa—.

En consecuencia, la libertad con que la conducta humana procede, antes que cifrarse en una autoconducción hacia el bien —que de ninguna manera puede equipararse con una autodeterminación o, menos aún, con una autocausación—, equivale a un extenderse o expandirse la libertad radical —la actuosidad de ser persona humana— a través de la esencia y ensanchándola.

A diferencia del amar, el querer no es radical: no se convierte con la persona, no es trascendental; es apenas la actividad por la que la persona humana se conduce hacia el bien en el nivel de su crecimiento esencial. El querer es posible no sólo desde el inteligir sino más hondamente desde la libertad, y es «empuñado» por el amar.

Así como el amar puede encauzarse a través del querer, pero no menos a través del inteligir y de los actos corporales —por supuesto a través de la afectividad—, así también la libertad campea en la voluntariedad, pero no es una «propiedad» suya, ni se reduce a una «autodeterminación hacia el bien». La libertad humana es radical, como la donalidad del amar y la lucidez del inteligir, que desde luego avanzan libremente, sin agotar la libertad trascendental del vivir personal humano.
[25]. Con virtudes la voluntad es crecientemente voluntaria; las virtudes son el crecimiento voluntario de la voluntad. También así queda patente la curvatura de la voluntad y de lo voluntario: al querer se quiere que la voluntad quiera, es decir, que sea habitualmente queriente según el querer con que se quiere. Esta curvatura del querer es lo voluntario de la virtud como crecimiento de la voluntad.
[26]. De ordinario el bien se entiende como criterio suficiente de moralidad, siempre y cuando sea un bien voluntariamente decidido. Sin embargo, la noción de bien como lo otro que el ser —lo que se le añade, pues lo que lo mengua es el mal— no equivale sin más a lo debido (tò déon), propio de la ética. Desde luego el bien como lo otro que el ser y que el lucir del ser —que es la verdad— no excluye que le competa ser debido ni que le competa lucir: cabe una verdad del bien y no sólo del ser. Pero lo debido no es sin más o de suyo —simpliciter et per se— el bien. El deber se instituye no desde el bien, sino desde la fidelidad en la amistad —en el amar— o desde la proporción exigida por la justicia (la fidelidad en la amistad exige mucho más que lo justo). Y lo justo, tanto como lo fiel, antes que el bien, es la verdad, ser veraz. Tampoco equivale lo debido a lo conveniente que perfecciona lo natural. La perfección natural ni siquiera equivale al bien, pues en la medida en que es precontenida en las causas físicas —ante todo de acuerdo con la intervención de la causa final— en rigor carece de razón de otro.

En definitiva, lo moral o lo ético no se descubre plenamente a partir de la noción de bien, y mucho menos a partir de la noción de fin natural: el bien no es lo que todos apetecen, sino lo otro que el ser. Lo moral no es desde luego el ser, pero tampoco a secas la verdad, y ni siquiera el bien sin más, sino actos de la persona en cuanto que debidos a otras personas. Por tanto, lo debido, es decir, lo moral o ético, se impone a partir de los vínculos entre persona humanas (o entre la persona humana y Dios).

Ni siquiera el bien de la esencia humana —la virtud— agota la exigencia moral, y tampoco basta para ella. Para ser debido, un bien ha de serlo por justicia o amistad, es decir, debido en la relación con otra persona. Y, en cualquier caso, lo debido no es tan sólo el bien moral, pues también es debida la verdad, o incluso a veces cierto mal, por ejemplo, privarse de la tranquilidad para ayudar al prójimo. Más ética que el bien es, por lo pronto, la verdad, ya que si aquél no fuera verdadero no sería bien.

Por lo demás, el logro voluntario de bienes puede ser inmoral, incluso si se trata de bienes inherentes al ser humano, como las virtudes. Es patente que el orden es una virtud, pero su procura indiscriminada puede ser no sólo cargante sino incluso ofensiva para el prójimo. Aun así, cuando falta orden —o alegría— la virtud no es moral e incluso puede ser inmoral. En esta línea puede entenderse el aforismo «In medio, virtus», de modo paralelo a como en artesanía puede ser bella la imperfección. Rondando esas indicaciones moralizaba Epicuro: «no hagas aquello de lo que puedan avergonzarse tus amigos». Aunque más que de no avergonzar a los amigos, se trata de ser concorde con ellos.

Desde luego nunca es moral provocar el mal, pero permitirlo o tolerarlo a menudo lo es. La moral prohíbe «hacer» el mal, pero no manda hacer el bien sin discernimiento. De ahí que casi todos los mandamientos de la ley de Dios sean preceptos negativos. Y en los positivos, antes que «hacer» el bien, se manda amar a Dios y al prójimo, empezando por los más allegados (sería inmoral hacer el bien sin empezar por favorecer al más próximo del prójimo). En definitiva, el criterio de moralidad o ética no lo define sin más la distinción entre bien y mal, aunque hacer el mal sea siempre inmoral.

De ahí también que lo ético o lo moral no se restrinja a ningún tipo de derecho, ni siquiera a los derechos humanos o al derecho natural. El derecho regula el intento de bienes, mientras que la moral es más amplia que una ley en torno a bienes, incluso espirituales: es la averiguación de lo que deben llevar a cabo los que se aman, deber que ante todo estriba en amar, y que no cabe enmarcar con exclusividad dentro de ningún tipo de racionalidad, pues trasciende no sólo las culturas y los derechos, sino también las lógicas.
[27]. Muchos desarreglos afectivos se siguen de que el ofrecimiento personal de dones carece de aceptación, o de que la persona no se acepta en lo que le compete de don, lo que a su vez le impide dar. Para amar, ante todo hace falta la aceptación paterna —y materna—; pero aun si faltaran, en esta vida el hombre nunca carece de la aceptación materna y paterna de Dios.
[28]. La culminación afectiva del vivir de la persona creada, el gozo pleno de su corazón y de su carne, sólo es viable desde la aceptación por parte de Dios, como Padre, de la ofrenda amorosa de la filialidad del propio existir en libertad, es decir, cuando Dios ratifica la filiación a que el hombre se destina aceptándose como hijo suyo. Esta filialidad se experimenta también en la voluntariedad nativa, de modo que seguir el querer primordial comporta fidelidad a la condición filial de la persona humana, mientras que contrariarla conlleva renunciar, por la iniquidad, a ser hijo de Dios. Y lo trágico es que Dios puede aceptar ese misterioso designio del corazón humano.
[29]. La noción de fin último sólo puede ser compatible con la de otro irrestrictamente abierto en la medida en que ningún bien se pone como último. Por tanto, sólo es posible poner a Dios como fin último de lo voluntario cuando no se pone ningún fin último: sólo Dios es absolutamente bueno porque sólo Él es absolutamente otro. Para ser feliz, ante todo se requiere excluir cualquier fin último que no sea Dios —Quien no es fin, sino absolutamente bueno, o bueno sin fin—.

Además, antes que adepción de un bien —ni siquiera supremo, lo que por lo demás no es viable para el hombre, pues exigiría una plena adepción, de la que es incapaz—, la felicidad humana es más bien asunto propio del amar, de la amistad, y denota la repercusión afectiva del amor correspondido y del corresponder al amor.

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